lunes, 17 de abril de 2017

"Un par de ojos azules" de Thomas Hardy

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Thomas Hardy (1840-1928) publicó su primera novela en 1871, un año después de la muerte de Dickens. Durante un cuarto de siglo dio al imprenta hasta catorce, con relativo éxito; esta que acabo de leer, Un par de ojos azules (Ediciones del Bronce, 2001), es su tercera novela —la primera que firmó con su nombre real— y la que acabó por consolidarle como escritor. En los años finales viró hacia el teatro y la poesía. Compuso un largo poema épico, Los Dinastas, que le hizo entrar en alguna quiniela para el Nobel y dejó unas memorias inconclusas. Al buscar información sobre su biografía, me ha sorprendido encontrar grandes paralelismos en Un par de ojos azules y esto explica el subjetivismo que desprende la novela en algunos momentos. Thomas Hardy era hijo de un mampostero y su madre ejerció como cocinera y sirvienta. Con algo más de veinte años, se trasladó desde su Dorchester natal a Londres, para aprender el oficio de arquitecto: igual que Stephen, el amante despechado de Un par de ojos azules. Con el tiempo, lo dejaría todo por la literatura, al parecer alentado por su primera esposa, Emma Lavinia Gifford, con la que no tuvo hijos y que pudo servir de modelo para construir el personaje de Elfride, la heroína de Un par de ojos azules. Sin embargo, su mayor éxito fue con Jude el oscuro (1895), que también le granjeó fuertes críticas, especialmente entre los sectores más conservadores de la sociedad británica. Tanto que Hardy dejó de lado su faceta de novelista y regresó a su vocación de arquitecto y restaurador, publicando poesía esporádicamente.

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Thomas Hardy (foto: anglotopia)
La historia de Un par de ojos azules es bastante convencional. Se trata de un triángulo amoroso, con la joven Elfride Swancourt en el vértice y sus dos enamorados, el bisoño Stephen Smith, un aprendiz de arquitecto de origen humilde y Henry Knight, un hombre maduro (así es descrito, aunque tiene treinta y tantos) que realiza caústicas reseñas en una prestigiosa revista literaria de Londres.

Al principio, Elfride se enamora de Smith. Ambos viven con inocencia una pasión primeriza, que les desborda, pero que es desbaratada por el clasismo del padre de Elfride, que a pesar de sentir afecto por el joven, se niega en redondo a autorizar la boda por los orígenes plebeyos del muchacho. Es uno de los muchos pellizcos críticos de Hardy, el cual no parece muy a favor del matrimonio de conveniencia. Entonces Stephen Smith decide buscar fortuna en la India y regresar con buenas credenciales (y la billetera bien llena), lo que sin duda haría ablandarse al párroco Swancourt (guía de almas, pero que es presentado como un materialista de tomo y lomo, nueva puya de Hardy, está vez al estamento eclesiástico) su decisión.

Pero entremedias se interpone la fatalidad. El destino, cruel, inmisericorde. Y es que Elfride conoce a Henry Knight y cae rendida ante su inteligencia sin fisuras. Si Elfride se enamora al principio del joven Stephen, torpe, impulsivo, autodidacta, que la trata con devoción admirativa y ante el que se ve dominadora, ahora resulta que se vuelve la esclava sumisa de Knight. Curioso el volteo de un personaje que decide vivir sometida a un inteligente hombre maduro, que la trata con displicencia a ser la reina de un bisoño. En cualquier caso, el tal Knight es un tanto timorato en cuestiones amorosas y se deja enredar.

Para complicar el ovillo, Smith y Knight son amigos. De hecho, Knight fue el mentor de Stephen, y el muchacho lo admira sin reservas. Pero, por crueldades de la vida, desconocen que se han enamorado de la misma mujer. Como se va viendo, cualquier lector con callo podrá intuir los diferentes giros del argumento. No en vano estas historias amorosas se han contado infinidad de veces, con variaciones. En modo alguno rechazo el folletín, muchas grandísimas novelas están construidas sobre esta urdimbre. Y está el estilo de Hardy y ciertos temas tangenciales que hacen Un par de ojos azules una lectura muy provechosa, que he disfrutado y eso que es considerada una obra “menor”, aunque no por Proust, que la consideraba una de sus novelas favoritas.

Las descripciones del entorno donde se desarrollan los momentos álgidos de la novela, además de magníficas, están cargadas de simbolismo. Hay algo en el paisaje que anticipa la tragedia, que acompaña los pensamientos y conflictos internos de los personajes. Hay acantilados abruptos y tormentas, una naturaleza salvaje, indomable, como las pasiones que se apoderan de los hombres y mujeres, que convierten el éxtasis del amor en zozobra constante. El giro dramático del final también sorprenderá, aunque hay una negrura que parece anticiparlo y está jalonado por varios momentos de densa literatura gótica.

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Vista espectacular de los acantilados de Dover (foto: dogsharon.wordpress.com)
Una de las cosas que más me ha gustado es la construcción psicológica de Elfride. Encierra tantas paradojas, es voluble y no sé si aquí Hardy quiere establecer cierto paradigma de la naturaleza femenina, tan común en su tiempo. En cualquier caso, padece, como toda heroína romántica. Porque Stephen y Knight, ambos, proyectan en ella sus propios deseos, sus miedos, sus anhelos. Le privan de cambiar de opinión, blanden sobre ella el dedo acusatorio. La convierten en fustigadora de sus sentimientos, cuando son ellos los que se dejan anegar por las pasiones. Incluso Knight, que al principio representa el amor racional, frente al pasional de Stephen, acaba cayendo en su propia trampa, dando salida a angustias profundas y si sigo contando desvelo demasiado de la trama, así que paro aquí. Gran novela de Hardy, autor al que sin duda volveré.