martes, 23 de octubre de 2018

Tasa de abandono

Hace tiempo leí un jugoso artículo acerca de los libros que dejamos a medias y en definitiva, tirando de la madeja, es un tema que da para mucho. ¿Llega a ser un tabú entre la tribu lectora hablar de la tasa de abandono? Desde luego, un libro no es un jamón. Dejarlo sin terminar no es ningún delito y Daniel Pennac lo eleva incluso a la categoría de derecho. El decálogo formulado por el escritor francés en Como una novela, supone convertir la lectura en una actividad exenta de cualquier martirio, libre en el sentido amplio y extenso de la palabra. Para los que no sepan muy bien de lo que hablo, adjunto ilustración.

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Pero voy entrando en materia. Pensando en esos libros sin acabar de leer, me doy cuenta de que no hay una única explicación. Parecerá un poco tonto, pero en los tiempos bicolor que nos ha tocado vivir cada vez es más común reducirlo todo a un único culpable (la crisis: los bancos; el dinero: la felicidad; mi hijo suspende: el maestro; pierde el Madrid: Lopetegui). La más evidente, esto es, que el libro es malo, puede cuadrar para algunos títulos. Pero no para otros, obras reconocidas y renombradas. La química, el intercambio positivo de partículas que menciona Pennac, la afinidad de temas o estilo, tampoco me sirve. Porque hay veces que yo, solo yo, soy el culpable. Me cierro en banda. Creo que para un lectura profunda hay que tender puentes, es como el arcoíris de la leyenda nórdica (el Bifröst), que comunica el mundo de los dioses con el de los mortales. Si hay algo que te impide lanzar esa cuerda entre un libro y tú, es imposible establecer una comunicación fluida. Porque yo entiendo la lectura como un intercambio, una forma de comunicación creada en exclusiva por el hombre. Lo que alguien ha escrito evoluciona en la mente del que lee. Se reconstruye, de mil formas posibles. ¿Es tu Jean Valjean el mismo que el mío? Seguro que no, aunque Víctor Hugo lo describa con detalle. Por eso no me gusta ver una película basada en un libro antes de leerlo, porque distorsiona ese flujo, lo hace, por decirlo así, menos mío. A lo mejor esto puede explicar porqué nunca he podido acabar El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Con Marlo Brando, Martin Sheen y una lluvia fina de napalm anunciando a las walkirias, todo junto en mi cabeza, ese flujo del que hablaba queda interrumpido. El Bifröst se resquebraja.
Dejando de lado el misticismo, que en la llanura siempre tiene su ración, ¿qué otras razones me han hecho abandonar un libro?  Lo mejor es hacer una cata, recordar tres o cuatro libros que haya dejado en la estacada últimamente. A lo mejor puedo recordar porqué. Y de ahí sacar un patrón. Veamos…
Por ejemplo, he dejado a la mitad dos veces Un día de cólera, de Pérez-Reverte. Aún con esas, sigue en mi estantería. Ni lo he regalado (aunque reconozco que lo he intentado alguna vez, sin éxito), ni me he desecho de él por otras vías. ¿Es un mal libro? No, creo que no. Los críticos dicen que no. A miles de lectores les pareció apasionante. La recreación del contexto histórico es rigurosa, nada que reprochar por ese lado. Las primeras cuestas bien, las subí a bloque. Pero luego me entró la pájara, no pude con él. Digamos que la cantidad de personajes, esa obsesión nazarena por resucitar a todos y cada uno de los protagonistas del 2 de mayo me acabó hartando y creo que debilita el nudo principal de la historia y lo dispersa, acaba pareciendo más una crónica periodística que una novela. Otros pensaran lo contrario, que enriquece y otorga dinamismo a la trama, que es el objetivo de la novela: hacer un mosaico patriótico, un homenaje a los caídos. De lo que, muchos historiadores afirman, no fue más que un brote de xenofobia, una trifulca sin ideales y los constructores de naciones han convertido en epítome de la españolidad. Aquí interviene el factor gusto y un poco el ideológico, creo yo.

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Otro más, El santo de César Aira. Un escritor de culto, un mago de la novela corta con decenas de títulos en el morral. Sus entrevistas no tienen desperdicio, de hecho, por ahí me empezó a picar. El santo promete mucho. Comienza como una novela clásica de aventuras, a lo Alejandro Dumas, como Amin Maalouf en León el Africano. César Aira escribe la mar de bien, pero llega un momento en el que parece que se harta. Y viene el delirio, la novela cae en el absurdo, divaga y no va ninguna parte, hasta el punto y final. Las últimas páginas me las ventilé en modo abanico, así que técnicamente leí un 80% de la novela. Pero me sentí un poco frustrado, puede que aquí el problema sea que esperaba mucho de este autor y no logró colmar del todo mis expectativas. O que no supe cogerle el punto. Pero sospecho, me temo, que César Aira tiró de oficio y de creatividad, que le sobra, para llenar el mínimo de páginas exigido, entregarla al editor y ponerse a otra cosa. Ya se encargarán los sesudos de darle un sentido.
Casi lo mismo me pasó con otra autora en el altar de los posmodernos, Lydia Davis. He dejado a medias Ni puedo, ni quiero. Me arriesgo a pasar por un ignorante, porque la crítica señala la profundidad, ingenio e imaginación de los relatos de Davis, señalan que sorprende al lector con asociaciones inesperadas y le ponen la etiqueta de inclasificable, que hoy día es como el cordel (seguimos con el jamón) de pata negra. Que es sutil, en definitiva y esto puede hacer agachar la cabeza a más de uno, para no pasar por bruto. Como soy de pueblo carezco de ese complejo. Con este libro, me ocurrió lo mismo que a muchas personas ante los cuadros de Malevich o el arte conceptual. Quizá es su equivalente literario. En mi descargo, tengo que decir que me lo llevé como lectura playera. Y con niños pequeños siempre al borde del peligro, es difícil lograr la zambullida. Por eso sigue en mi estantería, esperando su oportunidad y una lectura más profunda, que lo mismo muda mi opinión, aunque hubo relatos que me gustaron y apruebo este libro, pero sentí que tenía otras lecturas en la sala de espera que merecían mi tiempo: ni quiero, ni puedo, nunca un título me sirvió tan bien para resumir un abandono.
Conclusión. Parece que las razones para dejar una novela tienen que ver con el contexto personal de cada lector, con la calidad o naturaleza de la propia obra y con una falta de química ante la que poco se puede hacer. Nada traumático, nada de lo que avergonzarse. Cada persona es única y lo bueno de los libros es que, en cierta medida, también lo son y tienen su lector y sobre todo, su momento.

viernes, 5 de octubre de 2018

"Aquella mujer que cantaba un blues" de Fernando Ruiz de Osma


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Siempre he creído que la poesía existe con anterioridad al poeta. El poeta sabe mirar y su sensibilidad le lleva por caminos amables o terroríficos, a otras dimensiones ignoradas para la mayoría, pero no crea de la nada. Hay poetas lisiados, les llamo yo, que son capaces de entornar los ojos y verlo, el mismo relámpago. Pero incapaces de transcribirlo. Solo viven la sensación, que les hace llorar o les ahoga. Ven el poema, ríen con él, notan la sangre en efervescencia. Pero no pueden darle forma corpórea y si lo intentan, fracasan.

Leyendo Aquella mujer que cantaba un blues, reconozco enseguida la mirada del poeta. Reconozco esos momentos de éxtasis, donde el poema se desembaraza de su burka y te mira con ojos cristalinos. Cógeme. Y Fernando Ruiz de Osma lo hace, es capaz de tender un lazo a esos instantes, tan breves como un latido o que se prolongan y expanden como el humo y en los cuáles el poema se manifiesta. Permitidme un ejemplo:

Ayer también volví a mi casa
y saludé en la calle a mi hijo 
que jugaba con los otros niños.
Corrió hasta mí y me pidió un beso.
A la ciudad le gusta 
mostrar su rostro de crueldad a los muchachos. 
Entonces otro niño, 
(su padre había muerto hace ya muchos años), 
se me acercó corriendo. 
Preguntó si yo era el padre de mi hijo 
y me pidió también que lo besara. 
Lo levanté del suelo con mis manos 
y besé su mejilla 
cálida y sofocada por el juego. 
Después los dos corrieron alejándose 
para seguir jugando con los otros.

Ha hecho su aparición. Un simple gesto que pasará desapercibido en mitad de la vorágine, el de un niño que recibe un beso. No es el de su padre, pero podría serlo. Sabemos que el niño quiere ese beso, pero ¿lo envidia o necesita? Probablemente ni él lo sabe y además, ¿qué impulsa a un hombre a ofrecer su amor paterno, a besar la mejilla cálida y sofocada de un niño que no es el suyo? Ahí transita su alma y la del poema. Pero esta es mi interpretación, el fogonazo de unos versos que me han impulsado a escribir ahora mismo, ayudado por la música de Brian Eno con la que logro concentrarme en mis tareas no escolares.

Si sigo escribiendo y la vez pensando sobre Aquella mujer que cantaba un blues, encuentro más cosas. Encuentro una mirada cargada de nostalgia, donde el poeta mira hacia sus pasos, ya no hacia delante, porque a cierta edad mirar hacia delante es asomarse al final de la vía, a la estación de término.

Camino durante horas, hasta el agotamiento,
para oler otra vez aquel puerto, aquel viaje,
aquella mujer que cantaba un blues.
Hoy he visto en tus manos
una porción de fresas
y a la vez he escuchado
sonidos luminosos en aquellos
hombres que lloran de felicidad.
Bajo cada mañana
a visitar mi tumba
y sonrío y compruebo
que aún sigue vacía.

Habréis notado la transparencia de estos versos, ajenos a laberintos (“alejados de la ocultación”, dice la sinopsis editorial) y la familiaridad con la que se expresa el sujeto poético, pero al mismo tiempo, despojados de cualquier banalidad. Esta virtud tan clasicista, el equilibrio nada fácil entre sencillez y hondura, es lo que convenció al jurado del premio de poesía Eladio Cabañero de 2018.

Pero hay más melodía, una tercera nota en este blues: la extrañeza. El mundo, que se ha hecho a sí mismo, no tiene como fin que lo comprendamos. Ni siquiera la parcela que corresponde a nuestra mano, tantas y tantas cosas salen de nosotros, nos embaucan y no sabemos darle explicación.

Esta tarde, al pasar por la puerta
de mi cuarto vacío,
he visto que la cama
seguía aún deshecha.
He extendido las sábanas,
he estirado la almohada
y lo he cubierto todo
con los colores de la manta nueva.
No quise que supierais
que la noche anterior había dormido.
¿Por qué nos gusta tanto 
borrar las huellas de todo lo que hacemos?

Son poesías a las que un encuentro fortuito o cualquier objeto (un semáforo cerrado, la huella de un vaso sobre la mesa), otorga el primer chispazo y hace andar con paso lento, vaporoso, de trineo sobre la nieve. El pasado acecha, o como dice Fernando “el recuerdo es terco, no se deja rendir” y salta sobre tu espalda, te hace mirar atrás, hace que te encorves y examines los pliegues de tu alma. Esos pliegues cerrados al recuerdo inmediato, que solo se abren, como la flor del baobab, durante las noches de silenciosa reflexión.