viernes, 20 de diciembre de 2019

"Cuentos republicanos" de Francisco García Pavón


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Este 2019 que agoniza se ha celebrado el centenario del nacimiento de Francisco García Pavón. El escritor, muy popular en los años 60 y 70 por su personaje Plinio, detective patrio que inauguró el género policiaco en España, cayó pronto en el olvido oficial y, en menor medida, colectivo. El centenario apenas si lo ha removido un poco: diversos homenajes de poco impacto, esmerados estudios y una reedición poco manejable (de las que se usan para decorar estanterías y no para leer) de su obra. Por mi parte, pensé en dejar mi grano de arena en la llanura, pero al final me decidí por un homenaje privado releyendo parte de su obra.

Cuentos republicanos es el único de sus volúmenes de cuentos reeditado de manera independiente, quizá por el anzuelo del título para los nostálgicos. Más que Los liberales y qué decir de Los nacionales. Hubiera sido una grandísima idea reeditarlos junto a Los cuentos de mamá, para tener la tetralogía de oro del Proust manchego por separado, nada de obras completas. 

En torno a García Pavón se forjó la fama de mi ciudad (que la mayoría llamamos aún “pueblo” a pesar de sus 36.000 almas y no sin motivo), como “Atenas de La Mancha”. Esta etiqueta periodística oscila entre el rendido tributo y la sorna, pero sigue vendiendo, aunque de esa realidad quede una sombra desvaída. Eladio Cabañero y Félix Grande, Premio Nacional de Poesía ambos, Premio Nacional de Ensayo el segundo, además, junto a una nutrida cohorte de figuras menores, colocaron a la literatura en un pedestal. Ahí sigue, a pesar de todo, junto a la pintura, actividades que se respetan en Tomelloso y se practican, aunque los que las ignoren sean legión. Un panorama extraño, esquizoide, que disfruto y sufro a la vez.

La lectura de García Pavón es un aliciente para el manchego, porque contiene como un pedazo de ámbar el fósil de un mundo desaparecido. En todas sus facetas sensoriales y sentimentales. Pero, ¿tendrá el mismo interés para un lector ajeno? En mi opinión, contiene alicientes para hacerlo. A cualquiera asombrará la maestría de García Pavón, que no solo narra: captura, ahonda y su prosa tiene una fuerza arrolladora, de recuerdo materializado, de reminiscencia. Se le compara con Proust, un Proust costumbrista, añádase y no es descabellado.

Cuentos republicanos fue publicado en 1961. A principios de los 80 dejó de reimprimirse y en 2009 la editorial Menoscuarto lo reeditó con prólogo de su hija, la también escritora Sonia García Soubriet. En casa tengo la última edición de Destino de 1981 (la misma que he utilizado para ilustrar este post), que compré siendo un lector bisoño. Resultará extraño, que un adolescente de litrona y cigarro, con apego al punk, se sintiera atrapado por estos cuentos. Pero lo confieso, dejaron en mí honda huella. Me han perseguido, siempre, en mi manera de escribir. Confesional, intimista, yo soy ese niño que protagoniza las historias de García Pavón, queda prendido del mundo y lo sorbe con los ojos.

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Es un libro de cuentos con conectores. Se mueven dentro de la infancia y primera adolescencia del autor, nacido en 1919, que coincidió con el advenimiento de la II República. De ahí el título. La cuestión republicana se deja caer, salpica con inocencia pero sutil intención casi todos los cuentos. Tras esta relectura, no sería descabellado ver algo de novela en Cuentos republicanos, una novela hecha fragmentos, impresiones, fogonazos de un mundo que se descubre a la vez que se transforma. Hay una intención de dejar constancia, donde se despliega el interior, el yo profundo. García Pavón lo cuenta muy bien cuando afirma:
Casi todos mis libros de relatos son reviviscencias, fijaciones de mi biografía matizadas por los años y la nostalgia del tiempo perdido (…) Son cuadros biográficos que reflejan las guías más esenciales de mi ser y mi existencia.
Hay algo de arcadia, de edad de oro. De lugar acogedor en el que hallar consuelo. Idealiza Pavón la infancia, el tiempo perdido. Con sensibilidad, ternura, humor adobado. Sátira. Con la herramienta de un lenguaje brioso, imaginativo, que se alimenta del léxico local y lo potencia, logra reconstruir un tiempo suyo, personal, pero que es de todos los que tenemos raíz y semilla campesina. Lo resguarda de la intemperie de los años, de los peros a una existencia en el límite de la subsistencia, empantanada en la intolerancia y la crueldad. Mutilada más tarde por el éxodo rural y la mecanización. Aquel Tomelloso se perdió  y puede que nunca existiera tal y como Pavón lo cuenta, puede que sea un Tomelloso paralelo, bruñido, quitada la herrumbre, brillante a la luz de su sensibilidad y talento narrativo.

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Detalle de "Niños en un rastrojo", del también tomellosero Antonio López Torres (Fuente: https://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/centenario-quijote/abci-pintor-broto-tierra-201703272132_noticia.html)

La obertura es una misa, un huerto de caras tristísimas, la mirada de un niño. El bautizo que le sigue muestra el papel de la religión en el devenir campesino, reminiscencias, fogonazos donde se cuela la concupiscencia, un erotismo de culos unánimes bajo la seda. Como la edad del descreimiento ni siquiera se divisa, solo hay sitio para la ingenuidad y la ternura. Yo imagino, viendo que Pavón enfocó su talento a estos años de formación, que el cinismo del adulto resabiado no le interesó nunca como materia de ensoñación. Incluso Plinio, el Plinio de las últimas novelas, crepuscular, de vuelta de todo, no deja de ser un niño que mira el mundo cambiante con el mismo asombro. Aunque no el asombro de cómo son las cosas, de la primera vez, sino del cambio, de cómo serán a partir de ahora. Y el cambio casi nunca gusta, por eso Pavón lo alejó de lo que en su obra autobiográfica debía perdurar, ¿por qué no escribió relatos sobre Madrid, sus tiempos como editor y profesor universitario?

Hay un cuento, El jamón, de una exquisita sencillez. La historia, una visita de cortesía entre dos amigos deriva en un delirio gastronómico. El sentido de acogimiento, en tiempos de escasez, era de ese cariz. Llenar la barriga. Y García Pavón le imprime un detalle, tal acierto descriptivo, que al lector se le hace la boca agua.

La descripción a veces da un aire de atemporalidad, como en La muerte del novelista, alusión al republicano Blasco Ibáñez. Todo tenía allí cara de tarde intemporal, de tarde sin reloj, de sueño de sueños. El tiempo detenido, paralizado, convertido en una pieza polidimensional. Esa es la virtud de estos cuentos. El colegio y la impronta republicana, ocupa varios relatos humorísticos, intercalado por la honda humanidad del hijo de madre.

Hay dos ejemplos que superan la ensoñación y merecen la categoría de obra maestra. Lo serán, por mucho tiempo y veces que se lean. Me refiero a Paulina y Gumersindo, la pareja campesina, cuyo hogar olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje soñado. Resulta sublime, conmovedor. El entierro del ciego es un despliegue de virtuosismo, ingenio y en ambos sobrevuela la muerte que entierra lo que la vida trae de bueno y se lo lleva todo.

El penúltimo cuento es un recuerdo infantil que esconde precariedad, el de la llegada de las sandías, porque la imagen de las vacaciones tenía el fresco color de las sandías y de cuando las aulas olían a flor y a humanidad caliente. Si se hubiera pintado, lo firmaría Murillo. Nostalgia de la escasez.

El final es una alusión al alzamiento, al fin de los tiempos republicanos. Aquel verano en el que había mucho sofoco, pero no había sol. Es recomendable continuar con Los liberales y Los nacionales, que al decir de muchos han envejecido mejor y superan a los republicanos en destreza narrativa. La vigencia de García Pavón es discutible. Entre sus lectores, algunos pensamos que tiene elementos para perdurar. Otros, que será olvidado de nuevo cuando pasen los fastos del homenaje. En cualquier caso, el escritor supo preservar, idealizándolo, todo un mundo. Ya es suficiente mérito para ganarle unos pasos a la muerte.

viernes, 13 de diciembre de 2019

"Serotonina" de Michel Houellebecq

Escribí esta reseña en verano y se me despistó. Ahora, con la depresión navideña en ciernes, viene que ni pintada. Ahí va...

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Me gusta Houellebecq. Para bien o para mal, he leído casi todas sus novelas. Digo bien porque es un escritor excelso, con una prosa que te arrastra en su corriente autodestructiva. Digo mal, porque me deja un poso depresivo, de angustia, que me dura días. La vida es así, no todo consiste en dar botes. Y Houellebecq lo deja claro en cada una de sus novelas, sin excepción. El autor francés sigue siendo considerado un “enfant terrible”, aunque ya es sexagenario, por su perfil provocador: machista, homófobo, racista, pornógrafo, misántropo y más. Según dicen. El demonio, vaya. Pero me tiene como lector, a mí, que (creo) no soy nada de lo anterior, excepto quizá lo último y solo si me dejo arrastrar por la telebasura o caigo en la tentación de leer los comentarios de los periódicos. De hecho, la mayoría de la gente me considera buena persona o bueno, a secas.

Me pasa con Houellebecq como con Bukowski en mis tiempos de lector adolescente: me identifico con sus historias porque aparto la parafernalia provocadora, las escenas de sexo explícito y los comentarios hirientes. Me quedo con la veta: el existencialismo, la crítica certera a una civilización —la nuestra—, que languidece dentro de una jaula con barrotes dorados. El lector que quiera juzgar (y condenar) a Houellebecq, que lo haga. Pero sin ser irreverente, sin cuestionar los grandes dogmas de nuestro tiempo, no se puede hacer una novela con la que millones de personas se sientan identificadas.

Serotonina tiene un título atractivo, la portada de Anagrama es poesía visual. Pero detrás, está el Houellebecq de siempre. Una narración en primera persona, un personaje que no es viejo, pero tampoco joven. Un tono fúnebre, depresivo, alternado con escenas escabrosas, sentido del humor, puyas, provocaciones, etc. Quizá la dosis de amargura es mayor de lo que recordaba, aunque leí la última, Sumisión, hará dos o tres años. 

El argumento es simple. Florent-Claude Labrouste es un ingeniero agrónomo de cuarenta y seis años. Hundido por la depresión, solo consigue mitigar sus síntomas tomando Captorix, un fármaco que segrega serotonina y por tanto aleja las pulsiones suicidas, pero inhibe al mismo tiempo la libido y provoca impotencia. La historia comienza en el Cabo de Gata-Níjar, donde el propio autor residió un tiempo (y uno de mis lugares preferidos para perderme). Florent recoge del aeropuerto a su última amante, la japonesa Yuzu y regresa a París. Presa del hartazgo, decide dejarlo todo y mientras proyecta el abandono de sí mismo, rememora a las mujeres que han pasado por su vida y dejaron una huella indeleble. Intenta volver a verlas y es aún peor. Sí, Florent conoció la felicidad, la tuvo en la punta de los dedos, pero lo echó todo a perder. Y ahora, consciente de su decrepitud, del mundo sin sentido en el que vive, de que todo se desmorona, decide ponerle fin. Un fin progresivo, porque todavía tiene la vida alicientes: los cigarrillos, las ostras, el salchichón, los hoteles con encanto…

Aparte de novelista, Houellebecq es un fotógrafo notable. Esta pertenece a su serie sobre España (fuente: https://dailyartfair.com/artist/michel-houellebecq)

En este rebobinado que Florent hace de su pasado hay episodios tremendos. Voy a hacer una poda, un par de escenas pornográficas repugnantes. Entiendo que son pura provocación, por eso la novela no se resiente un ápice si se eliminan. Pero hay que reconocer que esa realidad existe y es accesible: Houellebecq no cuenta nada que no pase. Otra cosa es que se quiera mirar hacia otro lado. Bueno, pues quitando la casquería, hay partes realmente conmovedoras. Poéticas, partes que te hacen pensar en tu propia vida y te destrozan. Literalmente. Hay un momento de atrevimiento literario inigualable, cuando Florent apunta con su fusil de francotirador al hijo de su antigua novia, Camille, la mujer con la que conoció la felicidad suprema, todo con la intención de recuperarla. Quita el aliento.

Pero un momento, ¿qué hace este nihilista de pene flácido por culpa del Captorix con un arma de francotirador? Aquí otro elemento de Serotonina, su lado profético-anticipatorio. No puede faltar y para algunos el autor francés es el Nostradamus de nuestro tiempo. En realidad, es una mente lúcida, su conocimiento de la sociedad europea es profundo y del mundo rural aún más, ya que trabajó durante años en el Ministerio de Agricultura. Por eso Houellebecq supo anticipar la rebelión de las clases medias, de la Francia del interior, de los agricultores, todos depauperados por la religión del libre mercado.  Un cóctel que estalló en los disturbios de los chalecos amarillos (tema por resolver y quizá irresoluble). En la novela está personificada en su amigo Aymeric, su único amigo con el que  se reencuentra después de los años universitarios. Juntos escuchan Child in Time en un equipo vintage, analógico, la única manera de captar todos los matices que arroja una música hecha para emocionar y no para sonar a través de un móvil o como hilo musical de un supermercado. 

No sé, veo pequeños guiños en esta novela, aquí y allá, a las cosas hermosas de la vida, desplazadas cada vez más por lo etéreo, por las supersticiones del siglo XXI. La buena comida, el buen vino, el sexo, el amor sin condiciones, el arte hecho desde el corazón, es curioso como estos alicientes vitales son entreverados en una novela tan deprimente, tan gris. “Tengo la impresión de que usted se está muriendo sencillamente de pena”, le dice el doctor Azote a Florent tras examinar su análisis de sangre. Y así es, se muere uno de pena siguiendo las cuitas de Florent, al que no llega a tener antipatía, por el que siente incluso compasión. Hay una veta de delicadeza, de flor a punto de marchitarse en esta novela. Puede que su envoltorio no deje que brote con facilidad, pero en un lector sensible (o en un momento de sensibilidad, estoy en los dos casos) hallará su acomodo.

Cómo puede alguien con una vida convencional, una pequeña familia que le quiere, empatizar con Florent, es un misterio de la psicología. Ciencia que por otro lado atrae poco a Houellebecq. De momento, seguiré buscando mi fuente natural de serotonina mientras el mundo se hunde alrededor. 

            

martes, 3 de diciembre de 2019

"El orden del día" de Éric Vuillard


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Un lunes. El infausto lunes y este quizá fue el más infausto de todos. El 20 de febrero de 1933 veinticuatro empresarios alemanes, grandes gerifaltes de la industria y las finanzas, llenaban los bolsillos de Hitler y sus secuaces, confirmando la aquiescencia del gran capital con el nazismo. La fotografía de Gustav Krupp, portada de El orden del día, bien podría ilustrar el resumen de aquella reunión. Un rostro sereno, satisfecho, como si acabara de casar a un hijo. Un día señalado en el itinerario que condujo a la destrucción de Europa. Así empieza la novela de Éric Vuillard, merecedora del Premio Goncourt en 2017. Una ficción que reconstruye hechos documentados. Venderla como novela histórica quizá ayude a situar al lector, pero hay que moverse con cautela. Porque lejos de las extensas epopeyas habituales del género, El orden del día es más bien una fracción, un entreacto, estamos detrás de las bambalinas de la Historia misma y el objetivo de Vuillard no creo que sea ilustrarnos. Tampoco hacer un ensayo ni una crónica periodística. Más bien es una denuncia, sobre aquellos responsables de la debacle que salieron indemnes. Y también una reflexión, un aviso sobre esa historia que nunca (y siempre) se repite.

El nazismo fue derrotado, qué duda cabe y juzgado en Nuremberg. El destino de sus líderes fue el cianuro, una bala, la horca. En algunos afortunados casos, el exilio o la cárcel, incluso la rehabilitación, el grosero transformismo. Sobre las cenizas de la vieja Europa brotó una nueva, la del mercado común y desde entonces reina una relativa paz. Costó caro, millones de personas perecieron, miles de ciudades fueron arrasadas, el pueblo judío europeo resultó prácticamente aniquilado, el telón de acero separó países durante décadas. Sin embargo, los protagonistas de El orden del día se salvaron de la quema. Como el roble que sigue erguido después del incendio. Gustav Krupp abre y cierra esta breve historia, no por casualidad. Parece que la derrota esté siempre en el mismo lado y los ganadores de los procesos históricos son el poder con mayúsculas, el real, el que levanta y mantiene nuestras vidas. Y si quiere, las destruye. Todo con tal de mantener su posición privilegiada.

En apenas 141 páginas Vuillard fabula (¿o reconstruye?) unos hechos impactantes. Su interés no está en la trama: está en las ideas, en lo espeluznante de los hechos, en el estilo y en su prosa bisturí de arrolladora precisión. En alguna crítica he leído el calificativo de “impresionista” y me gusta. Porque El orden del día es una sucesión de fogonazos, que derivan en iluminaciones. Una acertada primera persona, con tono de cronista, nos acerca a los hechos. Es incisivo, sarcástico y al regodearse, al poner el foco en el ridículo, transforma la imagen tópica del nazismo como una máquina eficiente, implacable y arrolladora en una pandilla de desequilibrados y torpes matones a los que se les ofreció la cabeza de Europa en bandeja de plata. ¿Sobre qué materiales, tan volubles se levanta la Historia (ahora sí, con mayúscula)? Los tanques averiados al cruzar la frontera austríaca, los delirios de Göring o la exhibición bufonesca de Ribbentrop para ganar unas horas durante el Anschluss, parecerían anécdotas sobre las que reír por su infinita ridiculez, si no fuéramos conocedores de sus consecuencias.

Mis libros favoritos están en las antípodas de la indiferencia. Son aquellos ante cuya lectura uno exclama: pero ¿qué es esto? Y, o bien echa sapos y culebras (tras reconocer sus virtudes) o queda conmocionado, frente a una ventana en la que no había reparado antes, a través de la cual vislumbra un abismo. El orden del día pertenece a ese selecto grupo.