domingo, 3 de mayo de 2020

YO TE RECUERDO, MADRE

Caritá educatrice, escultura neoclásica de Lorenzo Bartolini (Palacio Pitti, Florencia), Foto: https://es-la.facebook.com/lartediguardarelarte/photos/854477151353607


Dedicado a Elena, que se crio sin madre y hoy es la mejor de todas.

Estoy en la cocina. Mi madre está sentada en una silla, descansando. Cuando murió, yo tenía cuatro años. Algo me atemoriza y me acerco buscando su protección. Noto como su mano se desliza por mi cabeza y se enreda entre mis cabellos. Sus dedos son largos y finos. Me dejo caer sobre sus rodillas y ella emite un gemido y la caricia, suave y firme, se torna temblorosa y líquida. Su rostro es difuso, una mancha imprecisa. Creo que sonríe, pero también podría estar llorando.
Ese breve instante, que ilumina con luz tenue la densa bruma de mi primera infancia, es el único recuerdo propio que tengo de ella. Por eso lo guardo en la caja fuerte de la memoria, y cuando estoy solo, lo extraigo con cuidado infinito y me abrazo a sus piernas y siento su mano acariciándome.
Me aterra pensar que en algún momento de mi vida esos segundos mágicamente preservados puedan caer por el sumidero del olvido. Y entonces mi madre quede reducida a esa presencia fantasma que se condensa en el halo nacarado de la foto de su tumba. Me aferro a ese recuerdo, como si hubiera conseguido de esta forma distraer un minúsculo fragmento de mi madre a la implacable muerte. Y temo que la misma muerte, airada, descubra mi insolencia y lo destruya con su negra capa para siempre.
¿Y después? Los recuerdos de los años posteriores a su marcha son imprecisos, llenos de agujeros, como los retazos que quedan de un sueño justo al despertar:
Mi padre sentado en el sofá, con la cara hundida entre sus manos, grandes como lápidas.
La lengua desprovista de compasión de mis compañeros de colegio y su música lacerante:
— ¡No tiene madre!, ¡no tiene madre!
Mi abuela dormitando frente al televisor, momento que aprovechaba para hurgar con ayuda de un punzón en la hucha de la imagen del Sagrado Corazón que iba de casa en casa.
La tía Milagros, sentada junto a mí con mirada severa, blandiendo la mano en el aire como si fuera un florete, obligándome a comer.
Los desconocidos que me abordaban en plena calle, sus espontáneos abrazos, sus miradas cargadas de lástima:
—¡Pobre criatura!
Fue al apagarse la infancia y comenzar la adolescencia cuando llegaron las preguntas. Mi cuerpo, crecido, se despojó de mansedumbres. Revolvía con desesperación los cajones de mi casa buscando fotografías, pistas, detalles que me permitieran reconstruir a mi madre. Junto a una de esas fotos escrutaba mi rostro frente al espejo, me tocaba el nacimiento del pelo, la protuberancia de los pómulos, la curva de los labios. Cada pliegue, cada surco, llevaban su huella. La  tarea a veces me dejaba exhausto y entonces renegaba. La palabra madre se convertía en un eco y luego en nada.

Una noche me despertó un ruido. Me levanté de la cama y salí del dormitorio hacia el pasillo. Un haz de luz se filtraba por debajo de la entrada de la cocina. Avancé tanteando las paredes y empujé la puerta.
Mi madre permanecía de espaldas. Respiraba pesadamente, murmurando algo, pero su voz llegaba distante y confusa, como el batir de las olas en el mar. Me quedé allí, petrificado, hasta que su imagen comenzó a oscilar y desapareció.
Retrocedí tapándome la cara con las manos. Jadeaba, me estaba asfixiando, quería salir, correr, huir de aquella pesadilla, pero era incapaz de moverme. Por fin entreabrí los ojos. La silla donde había visto a mi madre estaba vacía. Me acerqué, toqué el asiento, caí de rodillas llorando y me dormí.
Así me encontró mi padre a la mañana siguiente. Le conté lo que había pasado y me escuchó con gesto grave. Hablamos de la muerte, nos dejamos inundar por ella. La enfermedad que había consumido a mi madre, los meses que resistió con valentía, a pesar del fatídico diagnóstico. Pagó un peaje de dolor por cada día consciente a mi lado, apurando la copa menguada de su vida. Hasta casi el último minuto, en el que expiró mientras dormía. Su calor aún emanaba de las sábanas cuando los médicos retiraron su cuerpo helado y su olor permaneció impregnando el aire de la habitación. Mi padre se agarró a esas sábanas tibias y tardó mucho en abrir la ventana y dejar huir el aire viciado, que todavía contenía fragmentos invisibles de mi madre. Cuánto dolor en su pupila abarrotada de recuerdos esa mañana, cuánta nostalgia compartimos.
Desde entonces, devoré cada historia en la que aparecía mi madre y fui componiendo una falsa memoria, un reflejo de ella a partir de recuerdos de otros. Intentaba reconstruir su imagen extraviada encajando recuerdos prestados, como si fueran las piezas de un puzle. Sabía que no eran reales, sino meras ficciones. Pero conseguían atenuar el vacío de su ausencia.
En uno de ellos mi madre me sostiene en sus rodillas, en el entierro del abuelo. Vestida de negro, está abanicándose en la habitación donde las mujeres rezan el Rosario y velan al muerto. Mi padre pasa quitándose la gorra. Pregunta a mi madre ¿quieres que me lleve al chico? Ella niega con la cabeza.
En otro mi madre está sentada tomando el sol tibio de febrero. Es domingo. Mi padre trabaja en las viñas del abuelo, removiendo la tierra, descubriendo las vergüenzas de una cepa, insertando con delicadeza la espigueta en el tallo grumoso y atando el injerto con esparto. Mi madre y yo estamos en la parte más soleada de la casa, donde hay un pequeño huerto. ¿Qué hacía allí, enferma, en pleno invierno? Supongo que quería respirar el aire puro, llenarse de cielo y sol. ¿Qué pensaría al observar a mi padre cubriendo el injerto de tierra hasta formar un pequeño túmulo? Pronto brotaría, revivida, una nueva planta. Ella sonreiría al mirarme, porque su hijo crecía sano delante de sus ojos. 
Para completar esta falsa memoria, aquel extraño sucedáneo, visitaba a menudo a sus hermanas. En especial a mi tía Ángela, porque todos decían que se parecía mucho. Cada vez que abría la puerta, me envolvía una vaharada suculenta: pisto en verano, rosquillos fritos y hojuelas en Semana Santa, mostillo después de la vendimia, torreznos crujientes en invierno y aceitunas de sosa. En su casa había una despensa que me gustaba explorar. En uno de sus estantes, guardaba una caja de latón. Allí encontré algún rastro de mi madre, entre las postales que enviaba a su hermana con esmerada caligrafía desde Alicante, donde estuvo trabajando en un hotel de camarera y conoció a mi padre. Decían que la tía Ángela compartía hechuras, el mismo pelo rubio rizado y las mismas manos con los dedos largos y finos. Pero era autoritaria y adusta. Su físico calcado al de mi madre, era un mero disfraz.
Muchas veces me hacía esta pregunta, ¿qué huella dejó mi madre entre las personas que la trataron? Para todo el que preguntaba, era una santa. Me daba la impresión de que su juicio estaba movido por la compasión, viciado por la lástima que les inspiraba un huérfano como yo. ¿Es que jamás se equivocó? ¿No tuvo encontronazos con sus hermanas ni discutió con sus padres ni se enemistó con algún vecino? La mayoría de las veces eran respuestas estandarizadas, como si nadie recordara a mi madre tal y como fue, creando una imagen falsa y difusa de ella, no creo que con mala fe, lo hacían para calmar mi ansiedad. Una persona se arrastra por la vida durante cuarenta años, se marchita, muere y su recuerdo se disuelve entre los que la conocieron, hasta que llega el final definitivo, cuando todos la olvidan.
Un día, durante la comida, abordé a mi padre con una pregunta trivial:
— ¿Cuál era el plato favorito de madre?
Sorprendido, se rascó la barba y me respondió con una media sonrisa, mostrándome la mano encogida:
—Tu madre comía lo que un pajarillo.
Después de recoger la mesa, observé que mi padre caía en un estado de ensimismamiento. Comprendí que no era capaz de recordarlo.
Los días siguientes actuó de manera extraña. Un viernes por la noche llegué muy tarde a casa. La luz que se veía a través de la persiana me puso en alerta. Abrí despacio para eludir la inevitable reprimenda, pero apenas me hizo caso. Sentado en el sofá, revolvía una caja con fotos. Me quedé mirándolo en el quicio de la puerta. Por fin, me vio.
—Vaya horas.
Pero no estaba enfadado.
Me enseñó una foto. En ella mi madre posaba sonriente, vestida con un mandil y un pañuelo en la cabeza, sosteniendo una gran paellera. Las gambas y los mejillones estaban dispuestos con simetría vitrubiana sobre el arroz. Entonces dijo triunfal:
—¡Cómo le gustaba la paella a tu madre y qué punto le daba, hijo!
Al día siguiente fuimos al supermercado, llenamos la cesta de mejillones, pollo y judías verdes y nos comimos la paella los dos solos, ronchando el arroz medio crudo de los bordes. Fue la primera vez que mi padre me ofreció un vaso de vino tinto. Lo acercó como si fuera a darme la comunión y bebimos.
Con el tiempo, crecí aferrándome a mi único recuerdo, desdeñando los prestados. Cumplí los treinta y me casé. Mi padre estaba jubilado y los hermanos de mi madre eran ya ancianos. Incluso alguno había muerto. Cuando coincidía con ellos, por la calle, en alguna boda o entierro, suspiraban: “mi pobre hermana, pronto me reuniré con ella”. Pero nada más, era una frase tópica. No me pedían que les dejara un beso o un mensaje que trasmitirle cuando atravesaran el umbral de la muerte.
Poca gente se acordaba de mi orfandad. Ya no era el pobre niño sin madre. Nadie me compadecía, nadie me miraba con tristeza. Mi madre: Carmen, tan solo un nombre sin contenido. Los años convierten la memoria del difunto en un tenue reflejo y luego en un cristal opaco, en una ventana tapiada por donde no pasa más que un hilo exangüe.

Para mi mujer fue extraño convivir con un huérfano y no saber de su suegra más que el nombre y lo que pudiera interpretar de la foto coloreada que ocupaba el centro del salón. Creo que en algún sentido me adoptó.
Una mañana de domingo —era el mes de febrero— toqué la parte de la cama donde solía dormir, buscándola. Estaba vacía. No tardó mucho en volver, exultante, sosteniendo una prueba de embarazo. La vida apenas se deja impresionar por la muerte. Donde puede, se abre camino. Y si la brasa de mi madre se había apagado prematuramente, con cuarenta años, su nieto se gestaba y compartiría, quién sabe, su cabello rizado y rubio, su risa caprichosa, tantas cosas que se habían perdido con ella, pero quizá dormían un letargo, rezagadas en su hijo y recuperadas por ese niño, apenas un guisante de luz de tres semanas. Pasaron nueve meses y llegó el momento del parto. Mi mujer pugnaba por arrojar al mundo a nuestro primer hijo, daba uno, dos, tres empujones y un gruñido escapaba entre sus dientes. Hasta que por fin su vientre se vació y brotó un ser diminuto, amoratado y brillante. El pelo y la sangre se le pegaban a la frente y boqueaba como un pez fuera del agua.

Tras salir del hospital y regresar a casa, dejamos a nuestro hijo durmiendo cerca de la ventana para que se empapara de sol. El niño rompió a llorar y mi mujer se acercó y lo sacó del moisés. Lo acunó un instante entre sus brazos, se descubrió un pecho y la criatura se agarró al pezón y comenzó a succionar. Un hilo de leche se derramó por sus mejillas.
El recuerdo de mi madre me iluminó como un relámpago. Me reconocí en el bebé que mamaba con deleite, que chapoteaba en la bañera, tratando de agarrar el pato amarillo de plástico o sesteaba tumbado en la hamaca, de donde colgaban unos peces de colores; probando la primera comida sólida, a base de calabacín, zanahoria, puerro y un poco de pollo; con el termómetro en la axila, escupiendo el antipirético de color rosa; gateando y con el tiempo levantándose sobre sus dos piernas. Como hice yo, con los mismos ojos con los que me contempló mi madre.
Una noche, me despertaron unos golpes en la persiana. Pensé que sería el viento, me levanté de la cama y miré a través de las rendijas. En la calle la luz de una farola se proyectaba anaranjada sobre los coches y reinaba el silencio.
Me dirigí a la cocina y encendí la luz. Mi madre estaba sentada de espaldas. Pero esta vez no tuve miedo, me acerqué y le toqué el hombro. Su mano se movió y me asió con fuerza. Sentí un calor inmenso. Entonces mi hijo comenzó a llorar y ella se removió en su asiento. Por primera vez escuché su voz cálida y pausada:
—No te preocupes, ve con él.
Traté de hablar y le dije:
—Yo te recuerdo, madre.
Ella volvió a esbozar una sonrisa:
—Vamos, ve.
Cerré los ojos y me dejé caer sobre su regazo, sentí su perfume envolviéndome y rompí a llorar. Entonces, mi mujer pasó sus dedos largos y finos por mi cabeza, que se enredaron en mis cabellos.