viernes, 20 de diciembre de 2019

"Cuentos republicanos" de Francisco García Pavón


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Este 2019 que agoniza se ha celebrado el centenario del nacimiento de Francisco García Pavón. El escritor, muy popular en los años 60 y 70 por su personaje Plinio, detective patrio que inauguró el género policiaco en España, cayó pronto en el olvido oficial y, en menor medida, colectivo. El centenario apenas si lo ha removido un poco: diversos homenajes de poco impacto, esmerados estudios y una reedición poco manejable (de las que se usan para decorar estanterías y no para leer) de su obra. Por mi parte, pensé en dejar mi grano de arena en la llanura, pero al final me decidí por un homenaje privado releyendo parte de su obra.

Cuentos republicanos es el único de sus volúmenes de cuentos reeditado de manera independiente, quizá por el anzuelo del título para los nostálgicos. Más que Los liberales y qué decir de Los nacionales. Hubiera sido una grandísima idea reeditarlos junto a Los cuentos de mamá, para tener la tetralogía de oro del Proust manchego por separado, nada de obras completas. 

En torno a García Pavón se forjó la fama de mi ciudad (que la mayoría llamamos aún “pueblo” a pesar de sus 36.000 almas y no sin motivo), como “Atenas de La Mancha”. Esta etiqueta periodística oscila entre el rendido tributo y la sorna, pero sigue vendiendo, aunque de esa realidad quede una sombra desvaída. Eladio Cabañero y Félix Grande, Premio Nacional de Poesía ambos, Premio Nacional de Ensayo el segundo, además, junto a una nutrida cohorte de figuras menores, colocaron a la literatura en un pedestal. Ahí sigue, a pesar de todo, junto a la pintura, actividades que se respetan en Tomelloso y se practican, aunque los que las ignoren sean legión. Un panorama extraño, esquizoide, que disfruto y sufro a la vez.

La lectura de García Pavón es un aliciente para el manchego, porque contiene como un pedazo de ámbar el fósil de un mundo desaparecido. En todas sus facetas sensoriales y sentimentales. Pero, ¿tendrá el mismo interés para un lector ajeno? En mi opinión, contiene alicientes para hacerlo. A cualquiera asombrará la maestría de García Pavón, que no solo narra: captura, ahonda y su prosa tiene una fuerza arrolladora, de recuerdo materializado, de reminiscencia. Se le compara con Proust, un Proust costumbrista, añádase y no es descabellado.

Cuentos republicanos fue publicado en 1961. A principios de los 80 dejó de reimprimirse y en 2009 la editorial Menoscuarto lo reeditó con prólogo de su hija, la también escritora Sonia García Soubriet. En casa tengo la última edición de Destino de 1981 (la misma que he utilizado para ilustrar este post), que compré siendo un lector bisoño. Resultará extraño, que un adolescente de litrona y cigarro, con apego al punk, se sintiera atrapado por estos cuentos. Pero lo confieso, dejaron en mí honda huella. Me han perseguido, siempre, en mi manera de escribir. Confesional, intimista, yo soy ese niño que protagoniza las historias de García Pavón, queda prendido del mundo y lo sorbe con los ojos.

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Es un libro de cuentos con conectores. Se mueven dentro de la infancia y primera adolescencia del autor, nacido en 1919, que coincidió con el advenimiento de la II República. De ahí el título. La cuestión republicana se deja caer, salpica con inocencia pero sutil intención casi todos los cuentos. Tras esta relectura, no sería descabellado ver algo de novela en Cuentos republicanos, una novela hecha fragmentos, impresiones, fogonazos de un mundo que se descubre a la vez que se transforma. Hay una intención de dejar constancia, donde se despliega el interior, el yo profundo. García Pavón lo cuenta muy bien cuando afirma:
Casi todos mis libros de relatos son reviviscencias, fijaciones de mi biografía matizadas por los años y la nostalgia del tiempo perdido (…) Son cuadros biográficos que reflejan las guías más esenciales de mi ser y mi existencia.
Hay algo de arcadia, de edad de oro. De lugar acogedor en el que hallar consuelo. Idealiza Pavón la infancia, el tiempo perdido. Con sensibilidad, ternura, humor adobado. Sátira. Con la herramienta de un lenguaje brioso, imaginativo, que se alimenta del léxico local y lo potencia, logra reconstruir un tiempo suyo, personal, pero que es de todos los que tenemos raíz y semilla campesina. Lo resguarda de la intemperie de los años, de los peros a una existencia en el límite de la subsistencia, empantanada en la intolerancia y la crueldad. Mutilada más tarde por el éxodo rural y la mecanización. Aquel Tomelloso se perdió  y puede que nunca existiera tal y como Pavón lo cuenta, puede que sea un Tomelloso paralelo, bruñido, quitada la herrumbre, brillante a la luz de su sensibilidad y talento narrativo.

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Detalle de "Niños en un rastrojo", del también tomellosero Antonio López Torres (Fuente: https://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/centenario-quijote/abci-pintor-broto-tierra-201703272132_noticia.html)

La obertura es una misa, un huerto de caras tristísimas, la mirada de un niño. El bautizo que le sigue muestra el papel de la religión en el devenir campesino, reminiscencias, fogonazos donde se cuela la concupiscencia, un erotismo de culos unánimes bajo la seda. Como la edad del descreimiento ni siquiera se divisa, solo hay sitio para la ingenuidad y la ternura. Yo imagino, viendo que Pavón enfocó su talento a estos años de formación, que el cinismo del adulto resabiado no le interesó nunca como materia de ensoñación. Incluso Plinio, el Plinio de las últimas novelas, crepuscular, de vuelta de todo, no deja de ser un niño que mira el mundo cambiante con el mismo asombro. Aunque no el asombro de cómo son las cosas, de la primera vez, sino del cambio, de cómo serán a partir de ahora. Y el cambio casi nunca gusta, por eso Pavón lo alejó de lo que en su obra autobiográfica debía perdurar, ¿por qué no escribió relatos sobre Madrid, sus tiempos como editor y profesor universitario?

Hay un cuento, El jamón, de una exquisita sencillez. La historia, una visita de cortesía entre dos amigos deriva en un delirio gastronómico. El sentido de acogimiento, en tiempos de escasez, era de ese cariz. Llenar la barriga. Y García Pavón le imprime un detalle, tal acierto descriptivo, que al lector se le hace la boca agua.

La descripción a veces da un aire de atemporalidad, como en La muerte del novelista, alusión al republicano Blasco Ibáñez. Todo tenía allí cara de tarde intemporal, de tarde sin reloj, de sueño de sueños. El tiempo detenido, paralizado, convertido en una pieza polidimensional. Esa es la virtud de estos cuentos. El colegio y la impronta republicana, ocupa varios relatos humorísticos, intercalado por la honda humanidad del hijo de madre.

Hay dos ejemplos que superan la ensoñación y merecen la categoría de obra maestra. Lo serán, por mucho tiempo y veces que se lean. Me refiero a Paulina y Gumersindo, la pareja campesina, cuyo hogar olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje soñado. Resulta sublime, conmovedor. El entierro del ciego es un despliegue de virtuosismo, ingenio y en ambos sobrevuela la muerte que entierra lo que la vida trae de bueno y se lo lleva todo.

El penúltimo cuento es un recuerdo infantil que esconde precariedad, el de la llegada de las sandías, porque la imagen de las vacaciones tenía el fresco color de las sandías y de cuando las aulas olían a flor y a humanidad caliente. Si se hubiera pintado, lo firmaría Murillo. Nostalgia de la escasez.

El final es una alusión al alzamiento, al fin de los tiempos republicanos. Aquel verano en el que había mucho sofoco, pero no había sol. Es recomendable continuar con Los liberales y Los nacionales, que al decir de muchos han envejecido mejor y superan a los republicanos en destreza narrativa. La vigencia de García Pavón es discutible. Entre sus lectores, algunos pensamos que tiene elementos para perdurar. Otros, que será olvidado de nuevo cuando pasen los fastos del homenaje. En cualquier caso, el escritor supo preservar, idealizándolo, todo un mundo. Ya es suficiente mérito para ganarle unos pasos a la muerte.

viernes, 13 de diciembre de 2019

"Serotonina" de Michel Houellebecq

Escribí esta reseña en verano y se me despistó. Ahora, con la depresión navideña en ciernes, viene que ni pintada. Ahí va...

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Me gusta Houellebecq. Para bien o para mal, he leído casi todas sus novelas. Digo bien porque es un escritor excelso, con una prosa que te arrastra en su corriente autodestructiva. Digo mal, porque me deja un poso depresivo, de angustia, que me dura días. La vida es así, no todo consiste en dar botes. Y Houellebecq lo deja claro en cada una de sus novelas, sin excepción. El autor francés sigue siendo considerado un “enfant terrible”, aunque ya es sexagenario, por su perfil provocador: machista, homófobo, racista, pornógrafo, misántropo y más. Según dicen. El demonio, vaya. Pero me tiene como lector, a mí, que (creo) no soy nada de lo anterior, excepto quizá lo último y solo si me dejo arrastrar por la telebasura o caigo en la tentación de leer los comentarios de los periódicos. De hecho, la mayoría de la gente me considera buena persona o bueno, a secas.

Me pasa con Houellebecq como con Bukowski en mis tiempos de lector adolescente: me identifico con sus historias porque aparto la parafernalia provocadora, las escenas de sexo explícito y los comentarios hirientes. Me quedo con la veta: el existencialismo, la crítica certera a una civilización —la nuestra—, que languidece dentro de una jaula con barrotes dorados. El lector que quiera juzgar (y condenar) a Houellebecq, que lo haga. Pero sin ser irreverente, sin cuestionar los grandes dogmas de nuestro tiempo, no se puede hacer una novela con la que millones de personas se sientan identificadas.

Serotonina tiene un título atractivo, la portada de Anagrama es poesía visual. Pero detrás, está el Houellebecq de siempre. Una narración en primera persona, un personaje que no es viejo, pero tampoco joven. Un tono fúnebre, depresivo, alternado con escenas escabrosas, sentido del humor, puyas, provocaciones, etc. Quizá la dosis de amargura es mayor de lo que recordaba, aunque leí la última, Sumisión, hará dos o tres años. 

El argumento es simple. Florent-Claude Labrouste es un ingeniero agrónomo de cuarenta y seis años. Hundido por la depresión, solo consigue mitigar sus síntomas tomando Captorix, un fármaco que segrega serotonina y por tanto aleja las pulsiones suicidas, pero inhibe al mismo tiempo la libido y provoca impotencia. La historia comienza en el Cabo de Gata-Níjar, donde el propio autor residió un tiempo (y uno de mis lugares preferidos para perderme). Florent recoge del aeropuerto a su última amante, la japonesa Yuzu y regresa a París. Presa del hartazgo, decide dejarlo todo y mientras proyecta el abandono de sí mismo, rememora a las mujeres que han pasado por su vida y dejaron una huella indeleble. Intenta volver a verlas y es aún peor. Sí, Florent conoció la felicidad, la tuvo en la punta de los dedos, pero lo echó todo a perder. Y ahora, consciente de su decrepitud, del mundo sin sentido en el que vive, de que todo se desmorona, decide ponerle fin. Un fin progresivo, porque todavía tiene la vida alicientes: los cigarrillos, las ostras, el salchichón, los hoteles con encanto…

Aparte de novelista, Houellebecq es un fotógrafo notable. Esta pertenece a su serie sobre España (fuente: https://dailyartfair.com/artist/michel-houellebecq)

En este rebobinado que Florent hace de su pasado hay episodios tremendos. Voy a hacer una poda, un par de escenas pornográficas repugnantes. Entiendo que son pura provocación, por eso la novela no se resiente un ápice si se eliminan. Pero hay que reconocer que esa realidad existe y es accesible: Houellebecq no cuenta nada que no pase. Otra cosa es que se quiera mirar hacia otro lado. Bueno, pues quitando la casquería, hay partes realmente conmovedoras. Poéticas, partes que te hacen pensar en tu propia vida y te destrozan. Literalmente. Hay un momento de atrevimiento literario inigualable, cuando Florent apunta con su fusil de francotirador al hijo de su antigua novia, Camille, la mujer con la que conoció la felicidad suprema, todo con la intención de recuperarla. Quita el aliento.

Pero un momento, ¿qué hace este nihilista de pene flácido por culpa del Captorix con un arma de francotirador? Aquí otro elemento de Serotonina, su lado profético-anticipatorio. No puede faltar y para algunos el autor francés es el Nostradamus de nuestro tiempo. En realidad, es una mente lúcida, su conocimiento de la sociedad europea es profundo y del mundo rural aún más, ya que trabajó durante años en el Ministerio de Agricultura. Por eso Houellebecq supo anticipar la rebelión de las clases medias, de la Francia del interior, de los agricultores, todos depauperados por la religión del libre mercado.  Un cóctel que estalló en los disturbios de los chalecos amarillos (tema por resolver y quizá irresoluble). En la novela está personificada en su amigo Aymeric, su único amigo con el que  se reencuentra después de los años universitarios. Juntos escuchan Child in Time en un equipo vintage, analógico, la única manera de captar todos los matices que arroja una música hecha para emocionar y no para sonar a través de un móvil o como hilo musical de un supermercado. 

No sé, veo pequeños guiños en esta novela, aquí y allá, a las cosas hermosas de la vida, desplazadas cada vez más por lo etéreo, por las supersticiones del siglo XXI. La buena comida, el buen vino, el sexo, el amor sin condiciones, el arte hecho desde el corazón, es curioso como estos alicientes vitales son entreverados en una novela tan deprimente, tan gris. “Tengo la impresión de que usted se está muriendo sencillamente de pena”, le dice el doctor Azote a Florent tras examinar su análisis de sangre. Y así es, se muere uno de pena siguiendo las cuitas de Florent, al que no llega a tener antipatía, por el que siente incluso compasión. Hay una veta de delicadeza, de flor a punto de marchitarse en esta novela. Puede que su envoltorio no deje que brote con facilidad, pero en un lector sensible (o en un momento de sensibilidad, estoy en los dos casos) hallará su acomodo.

Cómo puede alguien con una vida convencional, una pequeña familia que le quiere, empatizar con Florent, es un misterio de la psicología. Ciencia que por otro lado atrae poco a Houellebecq. De momento, seguiré buscando mi fuente natural de serotonina mientras el mundo se hunde alrededor. 

            

martes, 3 de diciembre de 2019

"El orden del día" de Éric Vuillard


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Un lunes. El infausto lunes y este quizá fue el más infausto de todos. El 20 de febrero de 1933 veinticuatro empresarios alemanes, grandes gerifaltes de la industria y las finanzas, llenaban los bolsillos de Hitler y sus secuaces, confirmando la aquiescencia del gran capital con el nazismo. La fotografía de Gustav Krupp, portada de El orden del día, bien podría ilustrar el resumen de aquella reunión. Un rostro sereno, satisfecho, como si acabara de casar a un hijo. Un día señalado en el itinerario que condujo a la destrucción de Europa. Así empieza la novela de Éric Vuillard, merecedora del Premio Goncourt en 2017. Una ficción que reconstruye hechos documentados. Venderla como novela histórica quizá ayude a situar al lector, pero hay que moverse con cautela. Porque lejos de las extensas epopeyas habituales del género, El orden del día es más bien una fracción, un entreacto, estamos detrás de las bambalinas de la Historia misma y el objetivo de Vuillard no creo que sea ilustrarnos. Tampoco hacer un ensayo ni una crónica periodística. Más bien es una denuncia, sobre aquellos responsables de la debacle que salieron indemnes. Y también una reflexión, un aviso sobre esa historia que nunca (y siempre) se repite.

El nazismo fue derrotado, qué duda cabe y juzgado en Nuremberg. El destino de sus líderes fue el cianuro, una bala, la horca. En algunos afortunados casos, el exilio o la cárcel, incluso la rehabilitación, el grosero transformismo. Sobre las cenizas de la vieja Europa brotó una nueva, la del mercado común y desde entonces reina una relativa paz. Costó caro, millones de personas perecieron, miles de ciudades fueron arrasadas, el pueblo judío europeo resultó prácticamente aniquilado, el telón de acero separó países durante décadas. Sin embargo, los protagonistas de El orden del día se salvaron de la quema. Como el roble que sigue erguido después del incendio. Gustav Krupp abre y cierra esta breve historia, no por casualidad. Parece que la derrota esté siempre en el mismo lado y los ganadores de los procesos históricos son el poder con mayúsculas, el real, el que levanta y mantiene nuestras vidas. Y si quiere, las destruye. Todo con tal de mantener su posición privilegiada.

En apenas 141 páginas Vuillard fabula (¿o reconstruye?) unos hechos impactantes. Su interés no está en la trama: está en las ideas, en lo espeluznante de los hechos, en el estilo y en su prosa bisturí de arrolladora precisión. En alguna crítica he leído el calificativo de “impresionista” y me gusta. Porque El orden del día es una sucesión de fogonazos, que derivan en iluminaciones. Una acertada primera persona, con tono de cronista, nos acerca a los hechos. Es incisivo, sarcástico y al regodearse, al poner el foco en el ridículo, transforma la imagen tópica del nazismo como una máquina eficiente, implacable y arrolladora en una pandilla de desequilibrados y torpes matones a los que se les ofreció la cabeza de Europa en bandeja de plata. ¿Sobre qué materiales, tan volubles se levanta la Historia (ahora sí, con mayúscula)? Los tanques averiados al cruzar la frontera austríaca, los delirios de Göring o la exhibición bufonesca de Ribbentrop para ganar unas horas durante el Anschluss, parecerían anécdotas sobre las que reír por su infinita ridiculez, si no fuéramos conocedores de sus consecuencias.

Mis libros favoritos están en las antípodas de la indiferencia. Son aquellos ante cuya lectura uno exclama: pero ¿qué es esto? Y, o bien echa sapos y culebras (tras reconocer sus virtudes) o queda conmocionado, frente a una ventana en la que no había reparado antes, a través de la cual vislumbra un abismo. El orden del día pertenece a ese selecto grupo.

martes, 26 de noviembre de 2019

OBSOLESCENCIAS


Que el mundo es cambio y por tanto muerte, en una melodía inacabable, lo rubrican también las cosas. Vivo donde nací, no es nada heroico en este mundo global. Casi da pena. Pero eso no significa que todo siga igual, porque con los años, asisto al desmantelamiento de mi viejo mundo. La pala hunde las casas de los pintores y caen las paredes de tapial, sustituidas por pisos vacíos con el cartel “banco vende”. Las tiendas de toda la vida echan el cierre, a favor de franquicias o la pura mugre. Las abuelas de mandil, regadoras del alba, hace tiempo que dejaron de verse por las calles. Ahora solo hay coches, la pestilencia del diésel y parejas de congoleños paseantes, amontonando los días para que les otorguen permiso para estar. Las cepas de antes, retorcidas, de improviso se han erguido hasta poner una cenefa al horizonte manchego. Son objetos, cosas, personas, si, que cambian y son sustituidos por otros. Y me siento extraño en mi pueblo (ciudad siendo riguroso), como el indígena que ve cercenada su porción de selva para cultivar la palma con la que en occidente aderezan sus galletas.

Hay otro paisaje, no es humano, ni de ladrillo, ni vegetal: son costumbres, hábitos, que te han acompañado en tu proceso de maduración y ya son humo. Lo recuerdas y te abrasa la nostalgia, palabra por cierto muy mal vista. Me referiré a uno solo, quedan invitados a añadir otros. En 1962 se creó el que sería el mayor club de lectura de España. Hace un par de semanas, echó el cierre. Sin pompa, tan solo una austera esquela. No se avisó del sepelio ni a los familiares más directos. El culpable, el cáncer del progreso. Eso dijo su último dueño en nota de prensa. Teniendo cualquier libro en Amazon al alcance de un click, servido en menos de lo que canta un mirlo, ¿cómo iba a sobrevivir un modelo que se basaba en recibir la visita intempestiva de un agente, jubilado o mayor, para más inri y esperar luego dos meses? ¡Dos meses en los tiempos de la fibra óptica! Internet tiene la culpa y la vida es así, sepulta lo viejo con su alud de cambios. La fosa común del mundo pre-Internet está colmada de artefactos analógicos. Nostalgia vintage, pérdidas millonarias.

Una de las variantes del crimen perfecto es cuando se ofrece, en bandeja, un falso culpable. Otra, cuando el crimen no parece tal, sino una muerte por enfermedad o accidente. No haría bien de detective y tampoco tengo mucho callo en lo de la novela negra para ofrecer una intriga que entretenga. Sin embargo, creo que el grupo Planeta ha tenido su parte en esta muerte tan anunciada, recibida con asentimientos de cabeza. Círculo ofrecía algo importante: buenas ediciones.  Y variedad, se podía encontrar de todo: desde clásicos a auto-ayuda. Una librería en casa cada dos meses. He asistido a su pérdida sin sorpresa, porque desde que Planeta se hizo cargo y empezó a vender potingues de forma paralela, arrinconando la literatura de calidad, descuidando al cliente asiduo, sin buscar lo que hoy se llama “fidelización” (qué palabro, señor), sentí que mi Círculo se moría desangrado. Vale, conservo las ediciones juveniles de Michael Ende, Roald Dahl y Tolkien, aunque alguna se perdió al llevarse el estallido de la burbuja la casa de mis padres. Soy un nostálgico, lapidadme. Pero, y estos señores de Planeta quizá son como los hombres grises de Momo, a los lectores rocosos, a los lectores de verdad, nos importa un bledo tener el libro en veinte, diez o dos horas. Nos importa poco la celeridad. Consumimos despacio. La espera nos ilusiona. Abrir el libro, largamente esperado, es como tocar el cofre con la pala. Ha merecido la pena cavar. Pero queremos que haya pepitas de oro, diamantes, zafiros, sartas de perlas, dentro de ese cofre. Planeta los sustituyó por monedas de chocolate. Grasas hidrogenadas. Gordura. Y eso desgastó los cimientos de Círculo. También, es curioso que el comprador compulsivo que sucumbe al “black Friday” y llena su hogar de artefactos de usar y tirar, se queje en los foros de la obligación de comprar un libro cada dos meses (que solo era los dos primeros años).

Dicen que el de Círculo era un modelo insostenible, nada adaptado a los tiempos y obsoleto. En parte, no lo pongo en duda. Pero, creo que también era un sistema que en tiempos de prisas, compras impulsivas y consumismo, alentaba la paciencia y a meditar cada adquisición. Era un sistema que promovía el contacto humano entre vendedor y comprador. Una antigualla a partir de la cual, en manos más creativas, se podría haber construido una alternativa al ácido consumista que lo devora todo. Choca además que el hecho de tener miles de paquetes con baratijas, cruzando a diario nuestras ciudades a bordo de estufas contaminantes, ¡incluso en avión! se vea como algo lógico y normal, ¿no debería calificarse también de insostenible ese derroche, con la que se avecina? 

Me gustaría creer que lo escrito es algo más que un ejercicio de nostalgia. O quizá no y como en una función de teatro, sigo mi monólogo mientras el paso de los años desmantela el escenario sobre el que se forjó mi personalidad y cada vez me siento más como esos barcos varados, en su herrumbre, sobre la costra salina que fue el mar del Aral.  

Actualización: según se ha filtrado a la prensa, tras el cierre de Círculo Planeta procederá a la "destrucción parcial" de su fondo editorial. Esto incluirá la mítica colección de obras completas con los autores más señalados de la narrativa contemporánea. Se puede leer la noticia aquí. Parece que Planeta se decanta por convertir miles de libros en pasta de papel, en lugar de hacer donaciones a pequeñas bibliotecas o centros culturales. Que cada uno juzgue como crea conveniente. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

BREAK DOWN



Qué el libro es un artefacto lúdico, no cabe duda. Que es un instrumento de transmisión del saber, e incluso en ocasiones (pocas) se eleva al Olimpo de las artes, tampoco. El libro es un arma ambivalente, porque puede despertar conciencias y también ser una vía de propaganda y propagación del oscurantismo. El libro no es bueno de por sí, incluso puede ser muy malo. Superadas las limitaciones del formato físico y con la ubicuidad de la información que nos anega, cuando las redes 5G prometen conectarlo todo a la velocidad de la luz, ¿cuál será el futuro de estos ladrillos de papel?, ¿quién tendrá tiempo, ganas o capacidad de atención para enfrascarse en una novela de quinientas páginas con su buena carga de profundidad?, ¿lo recetarán los psiquiatras para reparar aquellos cerebros agujereados por la estimulación constante? ¿Será el libro como el vinilo, una extravagancia hipster? Conozco coleccionistas que compran un disco y ni siquiera lo sacan de la funda, si acaso lo ponen una primera vez, de fondo, mientras atienden su Facebook. Quizá los libros acaben como elemento decorativo o de mera ostentación intelectual.

Estoy agradecido a mis libros, porque he pasado largas horas de exilio interior con ellos, son mi isla desierta. Pero cuando en un parque o en la sala de espera del médico soy el único que saca un libro, no me creo ni más listo, ni a salvo de la enfermedad del siglo. Me siento un fósil del Cretáceo. Hace meses compré un Ipad y después de navegar, curiosear por la Apple Store, me di cuenta de que si me dejara llevar, si no opusiera resistencia, mi estantería de libros se convertiría en una reliquia polvorienta en cuestión de meses.

El impulso de escribir permanece, no obstante, pero me dedico a guardarlo todo en mi cofre y cada vez me parece más un acto anacrónico, sin sentido. Podría verterlo al ciberespacio, bajo un seudónimo. Que se quede vagando por ahí. Pero prefiero que siga en su caja de Pandora, confinar allí mis demonios y cuando me esfume se esfumará conmigo. Es extraña la idea, las decenas de miles de palabras escritas, pero nunca oídas ni leídas más que por mí. Nunca han roto el himen de mi intimidad. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría?, ¿qué es un ser humano en este universo? Me engaña la consciencia, la certeza de existir genera en mí una quimera, una aberración llamada antropocentrismo (o peor aún, egocentrismo).

Esconder las palabras es un fracaso para el que mide la escritura como una búsqueda del éxito, una forma de alcanzar relevancia o notoriedad, de influir en otras almas, de poder hallar quien te escuche, con quien conectes y te comprenda. Es excavar una galería bajo tierra que nadie puede ver y que no lleva a ninguna parte. Es proteger tu autoestima para eludir el rechazo profesional (el de esas editoriales que "no admiten originales no solicitados" o te proponen publicar con ellas a cambio de "compartir los gastos de edición"), de participar y perder en un concurso al que concurren otros quinientos como tú, de sufrir la bofetada de una crítica negativa, incluso humillante. Todo esto lo he experimentado ya y escuece al principio, aunque luego se normaliza como lo que es la vida: una sucesión de traspiés hasta la voltereta final. 

Pero también puede verse, y a lo mejor me doy demasiada importancia, como un desafío al orden establecido, como un gesto crítico hacia esa obsesión por ser alguien, por destacar y ser escuchado, por recibir un halago y que tus palabras cuenten. Lo que haces tiene que servir de algo, tiene que ser por algo, tiene que proporcionarte dinero, fama, poder, influencia, visibilidad, ALGO (¿serían tan adictivas la redes si elimináramos la posibilidad del "me gusta"?).

Me viene a la cabeza el artista británico Michael Landy, quien decidió quemar sus pertenencias en una performance brutal. Antes realizó un inventario hasta contabilizar siete mil objetos, incluyendo recuerdos familiares y con la ayuda de su equipo se enfrascó en un delirio destructivo mientras escuchaba a David Bowie, que le llevó dos semanas completar. A veces he pensado en hacer lo mismo y deshacerme de todos mis libros, no dejar ni uno y no volver a comprar uno jamás. Vender, mejor regalar mi Telecaster, aplastar mi colección de discos con una apisonadora, borrar para siempre el centenar de escritos que acumulo en mi disco duro y como Landy, creo que pasada la primera perturbación, hallaría la felicidad. Pero ese punto muerto, no sería más que un paréntesis efímero. Landy cuenta que a los cinco minutos de quedar expuesto alguien le regaló un disco de Paul Weller. Tan humano es ser consciente de la propia existencia como crear y esperar que alguien te haga un poco de caso.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

VENDIMIA LECTORA


Mediado septiembre, cuando la uva estaba madura, la ciudad en la que vivo salía de su letargo. Habían acabado las fiestas y los niños regresaban a su rutina cuartelera. Las noches y las mañanas eran frescas, no así el puro día, que seguía prendido del sol canicular. Riadas de andaluces llenaban la plaza en busca de amo y luego se desparramaban por las casa de labor. Un olor punzante, agridulce (el del mosto), copaba el aire. Esto ha cambiado en los últimos años, nuevas variedades de uva han dilatado el tiempo de vendimia y la mecanización de la recolección que permite el emparrado ha mermado las cuadrillas de trabajadores. Jornaleros estos, la mayoría, venidos de otros países. Sigue siendo, no obstante, una etapa que anuncia la melancolía del otoño, sobre todo después, cuando las cepas se quedan con la hoja amarilleando y apenas alguna escurrida y escuálida gaucha que se libró de la navaja. Sirva esta pequeña introducción para detallar mi particular vendimia, los libros que puedo contar por leídos acabado agosto y que constituyen mi cosecha. Hay de todo, bueno y regular (los malos los dejo aparte). 

SOY UN GATO, Natsume Soseki (Impedimenta) | LEO CUANTO PUEDO

Han sido bastantes y a lo mejor este post quedará un poco largo, mal asunto en los tiempos del tweet. Empecé con un título al que le tenía muchas ganas, Soy un gato, de Natsume Soseki. Una novela satírica japonesa de principios del siglo XX. El narrador es un felino y a través de sus ojos desfilan una serie de personajes y situaciones cada cual más estrambótica. Vive en casa del maestro Kushami, un señor desagradable, obtuso, casi un tonto ilustrado, que recibe las visitas intempestivas de unos amigos no menos singulares, entre ellos un mentiroso y bromista compulsivo llamado Meitei. El felino maneja la ironía con una buena dosis de corrosión y se atreve a entrar en terrenos más filosóficos, pero las situaciones a veces son tan prosaicas y el narrador tan repetitivo que es difícil resistirse a saltarse párrafos, páginas enteras. Y lo peor es que corrido el riesgo, todo sigue igual, el mismo circunloquio, la misma vuelta en torno a lo mismo. Por eso me fui a por otra novela de gatos, por rehabilitar a mi animal doméstico favorito. Una totalmente distinta, Mi gato Autícko, del escritor checo Bohumil Hrabal. Novela corta (la anterior pasa de 600 páginas, esta apenas llega a 100) donde un anciano escritor se refugia en una casa de campo para trabajar a sus anchas, rodeado de gatos, a los que adora. El problema es cuando a los animales les da por reproducirse, ya sabemos cómo las gastan y provocar disturbios, inconveniencias que nuestro escritor debe resolver a las bravas. Está contado con un estilo ágil, como un rodillo, inteligente, a ratos humorístico y también profundo, donde explora el tan humano sentimiento de culpa. Deja una sensación de estupor, sin embargo, por las escenas brutales entreveradas con altas dosis de ternura por los animales. Una lectura extraña que se sale de lo habitual. De hecho, ahora estoy con otro libro Hrabal.
Mi Gato Autícko - HRABAL, BOHUMIL: GALAXIA GUTENBERG ...

Como no tenía bastante con dos tazas me fui a por la tercera. David Foster Wallace, nada menos. Este autor pasa por ser un hueso duro, de hecho, he leído que La broma infinita es una de las novelas más difíciles que existen, por eso me fui a los relatos. Disfruté con historias que abordan todo tipo de temas: concursos televisivos, traumas infantiles, nihilismo punk, violencia larvada, incluso aparece el presidente Lyndon B. Johnson. Con gran virtuosismo (DFW sería el equivalente literario de los shredders guitarreros) e imaginación. En la colección que he leído, La niña del pelo raro, hay sin embargo una novela corta al final, Hacia el oeste, el avance del imperio continúa, donde es necesario armarse de paciencia. Yo no la tuve y la dejé sin acabar y me fastidió el bouquet final, como cuando después de una buena comida te viene un reflujo y se te llena la boca de bilis. Quizá guste a los posmodernos, pero yo me quedo con los relatos anteriores, puro talento desbocado.

Pasé una semana en la playa y me llevé una recomendación bloguera, para no fallar. Otro libro de relatos, de Karin Tidbech, Jagannath. Merecería una reseña aparte, porque lo leí dos veces y más que serán. Son relatos fantásticos, que mezclan elementos de la ciencia-ficción con el folklore nórdico. También asoma lo humano: la soledad, las relaciones entre padres e hijos, la memoria familiar o, como reza la solapa, la alienación del ser humano en el mundo en el que vivimos. Perturbadores, oníricos, absorbentes, gran variedad en el tono y el desarrollo de las historias, reivindica el relato como género que no se agota en una primera lectura.


La mesilla de noche: Reseña: Jagannath

El otro que me llevé a la costa de Almería fue Paz, amor y death metal, de Ramón González. El autor es paisano, de Daimiel y tuvo la mala fortuna de encontrarse en la sala Bataclán cuando tres terroristas decidieron acabar con los “idólatras” a tiros. Sobrevivió y nos narra su experiencia. Hace con ella su debut en el mundo literario. Quizá lo más interesante es el enfoque, ya que más que recrearse en el momento del atentado, se centra en el después: la reconstrucción y reconfiguración de su vida tras haber sobrevivido a una experiencia tan traumática.


4 3 2 1 - Paul Auster | Planeta de Libros

De vuelta a casa me llegó un bofetón de pesimismo. El verano me deprime, cosa rara, lo sé. Quizá con la inactividad leo demasiado las noticias y pienso en el futuro y todo lo veo tan negro como la pez y veo a mis hijos y hasta me siento culpable. Feliz final de Isaac Rosa no era la mejor opción. Parte de una estructura original, ya que la historia comienza efectivamente con la ruptura (hermosa y definitiva la imagen del piso vacío con el sofá que cojea) y se desarrolla en retrospectiva, en lo que parece un intercambio de emails entre ambos. Una relación amorosa que ha dejado dos hijas y se ha deshecho de forma casi infantil. Llevo con mi mujer más de veinte años, desde que éramos adolescentes y a ratos me parecía la novela una burla del amor, la escritura de un cínico desengañado. Hay pasajes donde se nota en exceso la documentación, las opiniones de sociólogos, pediatras, filósofos puestas en boca de amigos sabiondos, de discusiones de pareja, para mi resulta antinatural. O lo mismo hay gente que habla así. Muestra mucho Isaac Rosa, demasiado, la exhibición de intimidades, de pensamientos que no se revelan, creo yo, porque materializados suenan pueriles. Pero no lo son. Me ha dolido, ofendido y a ratos fascinado esta novela. Incómoda, ridícula y genial a veces. Desde luego un ejercicio notable, pero no era para mí.


Menos mal que después rescaté de mi pila de pendientes una novela de bolsillo que había comprado hacía varios años, Éramos unos niños, de Patti Smith. Coincidió con la llegada de la icónica poeta y rockera a La Coruña para dar un único concierto en España, a punto estuve de coger a mi familia e ir para allá, pero el trabajo de mi mujer (y 800 km) lo hizo inviable. Es un libro autobiográfico y Patti Smith nos cuenta sus inicios en el mundo del arte, que desembocaron en una carrera musical para nada prevista. Con una honestidad y sencillez encantadora. No solo empatiza uno con Patti Smith, simpatiza. La quiere. Los inicios de Patti no fueron fáciles y en su camino hambriento por Nueva York conoció a Robert Mapplethorpe, el genial fotógrafo muerto con apenas cuarenta años de SIDA. El libro tiene a Robert como coprotagonista y de hecho, la idea de la novela partió de una promesa. Robert y Patti viven por y para el arte. Su entrega es total, absoluta y es su razón de ser, también lo es su amistad, sin concesiones. Por la novela de Patti Smith circula una cantidad de talento apabullante: lo mismo Jimi Hendrix, Janis Joplin que Allen Ginsberg por las escaleras del derruido hotel Chelsea. Eran otros tiempos. Tiempos que nunca volverán, cuando un grupo pequeño, exiguo de personas, se sacrificaba por el arte. Unos pocos llegaban a obtener el reconocimiento, el resto ardía en el anonimato y se consumía en el olvido. Imprescindible si te interesa el mundo del arte y el rock.


Siguiendo en plan rebelde encontré en la biblioteca de mi ciudad una novela de un tal Michal Witkowski, Lovetown. Cómo demonios llegó allí, es un misterio. Imagino que provendrá de algún donante. En la contraportada es descrita como un “Decamerón queer”. El narrador y autor, entrevista a dos ancianos travestis que viven en un piso de protección oficial en Varsovia, aferrados al pasado. Un pasado de marginalidad y sexo clandestino en parques, lavabos públicos y cuarteles con soldados rusos. Sórdido, deshumanizador, dirán, pero ellos lo echan de menos. Witkowski, que es de otra generación, también se posiciona y se pone del lado de las “históricas”, de aquellos homosexuales que disfrutaban en los márgenes, a pesar de las palizas y las enfermedades venéreas y ven la “normalización” como el fin de los buenos tiempos. El libro está articulado no como una novela, sino como pequeñas entradas de un diario, con anécdotas y reflexiones, bastante divertidas y con mala leche. El autor es un saltimbanqui que va de lo sórdido a lo liviano y del drama a lo hilarante. Eso sí, seguro que ningún libro del mundo contiene tantas veces la palabra “mamada”.


Y para aterrizar, como se aproximaba la vendimia, me fui con Plinio y don Lotario. Esto es, los personajes creados por García Pavón e inspirados en la vida rural de mi ciudad, su particular léxico, paisaje e idiosincrasia. Otra vez domingo narra el caso de la desaparición de un médico del pueblo, al que se enfrenta un Plinio crepuscular y contiene todos los alicientes de la saga. Un buen vino para acabar mi mes de agosto y que coincide además con el centenario del nacimiento de un escritor a recuperar.


Una aventura de Plinio – Otra vez domingo – Fco García ...

lunes, 15 de julio de 2019

"Solo hay una clase de monos que estornudan" de Ezequías Blanco


El mundo del relato corto en realidad es galaxia, universo si se quiere. Así que cuando leo sobre talleres literarios, me parece que el profesor debe verse en serios aprietos y al final tendrá que acotar. No vas a decir a tus alumnos que vale todo, pero como lector, me cuesta encontrar semejanzas entre, por ejemplo, Ignacio Aldecoa y Lydia Davis. Quitando la extensión, claro, el cerco de palabras (¿diez?, ¿diez mil?). Bien, con estas líneas no pretendía pontificar, tan solo introducir el libro de Ezequías Blanco. Un libro de relatos o cuentos, mejor dicho, porque algunos títulos tienen ese sabor añejo. Un tanto alejado de otros autores que en la actualidad copan el género en España, no encajaría este libro en, por ejemplo, Páginas de Espuma. 

He entrado en Solo hay una clase de monos que estornudan con pase VIP, me lo proporcionó Juan Carlos Galán, que con su sapiencia habitual se hace cargo del prólogo. Quizá es un orgullo un tanto infantil decir: conozco al prologuista. Yo soy un átomo, invisible, pero necesario: leo y comparto. Sin este entramado, que forman otros millones como yo, se acaba el mundo.

El libro está editado con gran calidad por Huerga y Fierro y se compone de 19 historias de brevedad variable. Por los relatos de Ezequías Blanco figuran personajes estrafalarios. Su ubicación es imprecisa, pero se mueven entre lo rural y lo urbano, entre el mundo tradicional y la modernidad incipiente. Conozco ese ambiente, porque lo he vivido. En mi infancia de los ochenta, en un pueblo con aspiraciones urbanas, había calles de tierra, oficios antiguos entonando el canto del cisne, excéntricos y locos fuera del alcance de los servicios sociales y en definitiva, quedaba todavía rastro del mundo rural arcaico, al que se iba solapando (y destruyendo) la modernidad globalizadora. Así, los relatos de Solo hay una clase de monos que estornudan tienen protagonistas de nombres imposibles (mi favorito, con diferencia, Acacio), a los que les suceden todo tipo de sucesos hilarantes, a veces, surrealistas, otros. El léxico, ya lo dice Juan Carlos en su prólogo, es rico, variado, con esa impronta extinta que en los pueblos manejamos aún, como herencia inmaterial.

Las historias se desarrollan con requiebros. De lo lírico a lo escatológico. De lo profundo a lo banal. Hay costumbrismo y también tremendismo. Otro “ismo”: realismo, pero con espacio para lo fantástico (o fantasmagórico). Humor, retranca que roza la mala leche, pero con una mirada no exenta de compasión hacia personajes solitarios, locos, débiles, pobres, siempre nadando en los márgenes. Si se suma todo, al final, que es cuando se aprecia el bouquet de un libro, tenemos un título notable. No apto para todos los gustos, claro, habrá quien se sienta desconcertado por las tramas ligeras que Ezequías intercala con otras de más calado reflexivo. Es muy gracioso el Cristo atrapado entre todo el material de almacén de un instituto, clamando para que lo liberen de aquella cruz (y de la burocracia). Lo es menos el final de Aniano, vendedor de zapatillas de segunda mano. El título da a entender una historia humorística, pero es una pista falsa. Lo mismo ocurre con La romería de los cabrones. Ya se lo olían las cotorras es otro despliegue de ocurrencias, con lirismo de alto nivel entreverado.

En definitiva, un libro de relatos con personalidad, el sello propio que imprime Ezequías Blanco escribiendo en deliciosa anarquía. 

Enlace a la editorial, pinchando aquí.

miércoles, 10 de julio de 2019

"Los ejércitos" de Evelio Rosero

Los ejércitos | Planeta de Libros

Ismael Pasos, un viejo profesor jubilado, mata el tiempo de retiro en su huerto, recolectando naranjos mientras contempla a su vecina Geraldina, que toma el sol desnuda. Su marido rasguea una guitarra. El tiempo transcurre con placidez tropical, envuelto en una gasa de ensoñación. La prosa de Evelio Rosero es dulce y carnosa como una papaya. Te adormece, deleita con su masaje de palabras encadenadas.
La mujer del brasilero, la esbelta Geraldina, buscaba el calor en su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de una ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música.
La novela atrapa por su sensualidad:
Geraldina lanzó una risotada: era una bandada de palomas explotando intempestiva a la orilla del muro (…) No percibía todavía que toda mi nariz y mi espíritu entero se dilataban absorbiendo las emanaciones de su cuerpo, mezcla de jabón y sudor y piel y hueso recóndito. Tenía en sus manos la naranja y la desgajaba. Se llevó al fin un gajo a la boca, lo lamió un segundo, lo engulló con fruición, lo mordía y las gotas luminosas resbalaban por su labio.
Me veo ante un tratado de estética, una alabanza a la contemplación de lo bello. Esos dardos efímeros que nos enardecen, estimulantes y que cada vez paladeamos con menos frecuencia porque la burbuja tecnológica teje su trampa con nuestro consentimiento. Pero de eso está hecha la buena vida, de fragmentos de luz, de anhelos y dejar la miel siempre en los labios. 

Sin embargo, en el pacífico San José, encajado entre la montaña y la selva, han pasado cosas. Rosero lo recuerda, como un hueso duro que rompe el diente al morder la fruta. Hay desaparecidos. Hay restos de pólvora, aquí y allá. La novela entonces, su fresco carnoso y lánguido, se degrada. Aparecen los soldados. La violencia. La guerra. Una guerra desconcertante para un europeo. Porque no es una guerra de ideas, de pérfidos invasores y héroes que defienden su terruño. De católicos contra protestantes, de moros y cristianos. Es un conflicto extraño, que se ceba con los habitantes de San José. Secuestros, extorsiones, corruptelas. El narco, los paramilitares, la guerrilla, el ejército. Los ejércitos. Todos luchan contra todos y los personajes que Evelio Rosero ha ido presentando en las primeras páginas se van deshaciendo, son quebrantados por una violencia irracional, sin sentido. ¿Por qué muere la gente? ¿Por qué mata? La inacción del gobierno es total, el abuso de poder flagrante, una violencia absurda lo anega todo. Rosero no dedica ni una palabra a buscar justificaciones. Toda la novela es un homenaje al pueblo inocente, que padece el exterminio.
Me finjo muerto, me hago el muerto, estoy muerto, no soy un dormido, es en realidad como si mi propio corazón no palpitara, ni siquiera cierro los ojos: los dejo perfectamente abiertos, inmóviles, inmersos en el cielo de nubes arremolinadas, y escucho el ruido de botas, próximo, idéntico al miedo, igual que si desapareciera el aire alrededor.
El anciano esteta, el mirón que se recreaba en una porción de muslo, se encuentra nadando en el infierno. Todo es degradación, puertas cerradas y su mundo se desmorona, mientras recorre San José en busca de su mujer Otilia. Jóvenes armados que le perdonan la vida, su casa se hunde, sus vecinos desaparecen y Geraldina, aquel monumento carnoso, se transforma en una estatua de luto. El final, comparado con el inicio, es de un contraste dañino. Doloroso. Perturbador. Evelio Rosero plantea el absurdo de la guerra con minúsculas, de la que no se habla ni llena los libros de Historia, siendo la que más destruye y lo hace recreando un inicio bello, fulgurante, para lanzarnos al contrapunto, al tenebrismo. Ese impacto, que ilumina al lector como un rayo y adquiere el tono de una pesadilla. De la que no deja despertarnos.

Evelio Rosero nació en Bogotá, Colombia, en 1958. Los ejércitos recibió el II Premio Tusquets Editores de Novela en 2006 y fue elegido por The Independent mejor libro traducido al inglés en 2009. En este vídeo de YouTube el autor explica cómo concibió la novela:

            

martes, 2 de julio de 2019

"De noche, bajo el puente de piedra" de Leo Perutz


En pintura, lo "orgánico" se refiere al predominio de la línea curva, a formas abiertas y contornos irregulares, como en la naturaleza. Lo contrario es lo “geométrico”, la línea, el punto, la forma cerrada. La simetría y el orden, en suma. La “plasticidad” es la capacidad expresiva de una obra y guarda relación con sus efectos sensoriales. En cambio, la “rigidez” o “hieratismo” es un problema para una pintura (o escultura), la pura muerte, porque interrumpe el flujo de emociones. Mis lecturas de estética quedan ya muy lejos, pero considero que la obra literaria puede encajarse en estos dos estándares utilizados en las artes plásticas. Leyendo consejos para escribir novelas o relatos sin embarrarse o que se rían de uno, suelo observar el predominio de lo geométrico sobre lo orgánico, de lo rígido sobre lo plástico. El resultado desemboca en un artefacto que apenas genera emociones profundas. Es igual que el galvanismo, que inducía corrientes eléctricas en seres muertos para provocar la ilusión de vida. O el típico respingo al que recurren las malas películas de terror. Pero con De noche, bajo el puente de piedra, he asistido a un despliegue de autenticidad. Una planta trepadora que ha ido floreciendo mientras leía, un libro singular que es plástico, por su riqueza expresiva y es orgánico por su viveza, conjunción de elementos y capacidad de transformación.

Leo Perutz nació en Praga en 1882. Judío de origen sefardí, su apellido deriva de Pérez y la patria de sus antepasados fue Toledo. De Toledo a Praga, dos ciudades con mucho en común, ya que en ellas impera la magia y el misterio desde sus cimientos. Toledo fue corte imperial, desde el reconstruido Alcázar y en Praga, señoreada por su castillo, buscaba la piedra filosofal Rodolfo II, nieto de Carlos V o sobrino de Felipe II si se quiere, Habsburgo excéntrico, en suma. Rodolfo II (1552-1612) es uno de los personajes principales de De noche, bajo el puente de piedra. Su contrapunto es el judío Mordejai Meisl, alguien con la mala suerte de ser perseguido por el dinero. Por mucho que se empeñe en perderlo, se le multiplica en los bolsillos. El libro está compuesto por una serie de historias independientes. Expuestas sin orden cronológico, al principio uno se cree frente a un libro de relatos con coherencia argumental y temporal. Pero haciendo valer ese organicismo al que me refería antes, conforme transcurre la lectura sus personajes e historias se van interconectando, creando vectores y al acabar uno duda y quizá es mejor calificar el artefacto de novela. Una novela que es como un gran jardín botánico, como un cuadro de Arcimboldo, pintor que inmortalizó precisamente a Rodolfo II valiéndose de hortalizas. Todo florece, estalla, se imbrica y se retuerce en este vergel. Lo que parece real se transforma en fantástico. Lo histórico, en legendario y fabuloso. El tono moralizante, en simpática ironía, humor y sarcasmo. Un libro vivaz, cambiante, como la atmósfera en otoño.

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Rodolfo II, según Arcimboldo (Foto: Wikipedia)

El narrador cuenta desde el presente y dice ser estudiante de medicina, pariente lejano del rico Meisl. Desgrana las historias de la Praga de finales del s. XVI, del barrio judío y la corte de Rodolfo II, en la antesala de lo que sería la primera guerra europea, devastadora y ya olvidada, aunque duró nada menos que treinta años. Pero de momento tenemos un emperador atormentado, que vive entre tinieblas, alquimias y fogonazos de lucidez. Una historia de amor cuajada en una hermosa metáfora, que no desvelo. Tenemos esoterismo, alquimia y sentido del humor. El estilo narrativo se basa en el cuento de tradición oral, en la fábula y muchos relatos están aderezados en su conclusión con giros argumentales y sorpresivos.

Algunos apuntes, que no está el verano para hacer reseñas kilométricas: la novela fascinó al puntilloso Borges. La traducción, aplaudida por los que saben, es de Cristina García Ohlrich. Se escribió a lo largo de treinta años de interrupciones nada anodinas: nazismo, exilio, llegada y huida de Israel. Fue publicada por El Aleph en 1988 y recuperada por Libros del Asteroide en 2016.

Solo lamento haberlo leído a sorbos y dejando demasiado espacio, pensando que era un libro de relatos, hasta que la familiaridad de temas, nombres y motivos, me hizo verlo bajo otra perspectiva. No importa, siempre podré regresar a ese tiempo perdido, donde los hombres aún creían en fantasmas y se sentaban al fuego para escuchar historias.

jueves, 20 de junio de 2019

"Americanah" de Chimamanda Ngozi Adichie



Chimamanda Ngozi Adichie (Nigeria, 1977) es una estrella global gracias a dos charlas TED: The danger of a single story (2009) y We should all be feminists (2012), base del  libro Todos deberíamos ser feministas. Pero detrás del activismo, hay una mujer sólida no solo en sus convicciones, sino en su narrativa. Como viene siendo habitual —y explica mi persistencia por estos parajes virtuales—, he leído Americanah por influjo de otros blogueros.

Un poco intimidado por sus más de seiscientas páginas, dejé el libro madurar en mi estantería varios meses, hasta que por fin le hinqué el diente y resultó una comida larga, interrumpida por el ajetreo del final de curso, pero nutritiva y de fácil digestión. Siempre que pienso en África irrumpe Hans Rosling. El demógrafo y médico sueco consideraba a África el continente del futuro. Algo así como una China emergente. No puede ser, diréis, ¡África nada menos! Pero vayamos al “factfulness” patentado por Rosling. En 1950 el 22% de la población mundial residía en Europa. En África tan solo el 9%. En 2050 se calcula que en Europa vivirá un exiguo 7% de la humanidad (buena parte de orígenes no europeos) y en África el 25%. Para 2100, si no ha venido el Apocalipsis, cuatro de cada diez personas del planeta Tierra vivirán en África. Una vuelta a la tortilla en toda regla. ¿Cómo descartar a la ligera al continente negro ? Es verdad que se enfrentan a desafíos inmensos. Como todos. Ellos tendrán que lidiar con la superpoblación, proporcionar empleo, educación y sanidad a millones de jóvenes  y nosotros con el envejecimiento y el pago de insostenibles pensiones. ¿Qué os parece más difícil? Es un buen tema para escribir, pero este blog va de libros y no me enredo. Después de leer a Chimamanda, pienso en África también como tierra de oportunidades literarias.  Mientras en el mundo occidental producimos vacuos best-sellers y pesimistas masturbaciones, en Americanah encuentro frescura y novedad. Fuera acartonamiento, fuera narrador omnisciente harto de todo. En palabras de Carlos Pardo en El País: parecería que los escritores llamados poscoloniales (algunos africanos de su generación como Teju Cole o Binyavanga Wainaina) están llamados a dar, desde lo local, la medida del mundo en el que vivimos con una complejidad y lucidez que uno envidia en otros países colonizadores y colonizados a un tiempo, como el nuestro. Como aparezca una legión de Chimamandas y surja a su vez un mercado devorador de estas novelas, veremos como el polo creativo y lector se desplaza al sur.

La historia comienza en el salón de una peluquería. Ifemelu es de Nigeria, pero lleva quince años residiendo en EE.UU. Se prepara para volver a su país y mientras le trenzan el pelo recuerda su adolescencia en Lagos, su llegada  a la tierra de las oportunidades y todo su periplo personal y afectivo. Enseguida aflora el eje vertebrador de la novela, que es su relación con Obinze. Americanah es muchas cosas, entre ellas una historia de amor. Ifemelu es una mujer de carácter, fuerte por definición, rebelde. Tajante en sus opiniones, imperfecta porque casi siempre toma decisiones equivocadas. Como lector tengo mis reservas con ella, me irrita su cinismo y en ocasiones, hipocresía. En una entrevista que adjunto al final, Chimamanda asume que Ifemelu pueda caer mal, pero “nuestros fallos nos hacen más interesantes”.  Como decía, Obinze es el gran amor de Ifemelu, forjado en la adolescencia. Al contrario que Ifemelu, Obinze es un muchacho prudente, amable y que ha idealizado occidente a través de su literatura. Se ha criado con su madre, profesora universitaria y es de clase media (existe clase media en África). Una de las cosas que más agradezco a Chimamanda es el personaje de Obinze. Es un hombre sensible, empático, que tiene que lidiar con sentimientos que le desbordan, con su masculinidad natural y la cultural, que es aprendida. Un hombre donde he podido reconocerme, muy distante del arquetipo de depredador sexual, avaricioso y adicto al trabajo. Eso es un psicópata, no un hombre. A ver si algunas escritoras de moda leen esta novela y se enteran. Bien, pues los caminos de Obinze y Ifemelu se separan de forma traumática y se volverán a unir quince años después. En ese tiempo, la experiencia les han cambiado, Obinze el idealista se ha convertido en especulador inmobiliario y en cuanto a Ifemelu, la cínica, renuncia a un empleo-florero a favor del activismo social. Cosas de la vida.

La separación y reunión posterior de ambos sirve a Chimamanda para crear una historia de inmigración y desarraigo. Ifemelu recala en EE.UU. y Obinze en el Reino Unido. El libro nos cuenta los avatares del choque cultural, muy diferente por tratarse de contextos diferenciados, con lo cual la autora se apunta un tanto al no tratar occidente como un bloque homogéneo. No en vano criticó la "historia única" en su charla de TED. Así, Estados Unidos resulta más escorado hacia el racismo y el Reino Unido es clasista por definición. Sin embargo, la mayor parte de la novela se centra en Ifemelu, que en EE.UU. descubre su negritud. Suena raro, pero así es. La cuestión racial se erige como tema fundamental de Americanah, junto a las entradas del blog que Ifemelu escribe sobre el tema (ser una negra no americana en Estados Unidos), elemento original y de interés porque amplia los límites de la novela y los lleva hacia el ensayo, pero con el tono informal de un blog. En este punto Americanah es también una sátira. El dardo va dirigido a la clase alta y progresista de USA, en la citada entrevista Chimamanda lo reconoce: “con Americanah me reía demasiado de mis propios chistes”, no esconde la pretensión de reírse de todos y de todo, de las extremas dificultades de la élite blanca para tratar las cuestiones de raza sin caer en el farragoso lenguaje neutro y la condescendencia.

Cuando Ifemelu regresa a Nigeria encuentra un país en plena expansión, donde los emprendedores se afanan en ganar dinero fácil sin detenerse en cuestiones éticas. La ideología más exitosa de la historia es el consumismo, extensión del capitalismo global. Nadie se resiste a su influjo, ni en Nigeria, ni en China. Si acaso en las tierras perdidas de la selva, con gente sin manchar como el jefe de Papúa Mundiya Kepanga que recorre el mundo en defensa de los bosques. Así que tenemos un retrato de las miserias de esta nueva élite nigeriana de Lagos, una de las ciudades más pobladas del mundo.  

Quizá exagera Elizabeth Day, de The Guardian cuando afirma: There are some novels that tell a great story and others that make you change the way you look at the world. Chimamanda Ngozi Adichie's Americanah is a book that manages to do both, pero exagerar no es mentir. ¿Significa esto que me ha deslumbrado Americanah por su perfección? No, más bien lo ha hecho por su frescura y al tratar temas novedosos para mí. Por poner algunos peros, el libro está cargado de páginas intrascendentes. El lector perderá la paciencia en algunas partes, que parecen transcripciones caricaturescas de conversaciones reales y tan solo sirven para ahondar en lo que ya se ha dicho. Se repite un poco Chimamanda y le gusta dar vueltas en círculo, es verdad. Quizá sea por sugerencia de sus editores, ya se sabe: libro grande, ande o no ande. En cuanto a su pose crítica, la autora carga las tintas en occidente pero es menos severa en lo que respecta a Nigeria. Y se intuye que la corrupción allí es desaforada. Hace poco vi un documental donde una chica nigeriana, pescadora, se dedicaba al contrabando del diesel para pagarse sus estudios y soñaba con una gran casa, con un coche y criados. El sueño americano. Quizá en futuras novelas Chimamanda se atreva a hurgar en las vísceras de su país, que es parte de África, pero no es toda África, como bien se dice en el libro.  

A pesar de que llevo una hora escribiendo y sudando, porque ya sube el termómetro en el páramo donde vivo, tengo la sensación de que me ha quedado mucho por decir. Hay novelas que no admiten sustitutivos, o se leen con intensidad o no se entienden. Ni hay reseña que las explique.