miércoles, 22 de abril de 2020

"BEN-HUR" de Lewis Wallace (1880) y la adaptación al cine de Wiliam Wyler (1959)



Era una tradición televisiva programar películas de contenido religioso en Semana Santa. En su mayor parte películas de romanos, porque Roma fue la cuna del cristianismo y bajo sus águilas se irguió la cruz. Durante un tiempo las juzgué como meras reliquias. Pero con los años he aprendido que uno debe acercarse al arte en cueros, sin la túnica de apriorismos y con los sentidos preparados para la deflagración. Los delirios de Peter Ustinov en Quo Vadis no pueden pasar desapercibidos al degustador de lo sublime. Tampoco la carnal dignidad de Kirk Douglas en su lucha por la libertad. Las televisiones autonómicas, denostadas pero que tienen a los mayores entre su público más fiel y quizá sean de los pocos espacios donde se piensa en ellos, son tercas en lo tocante a tradiciones. Los diez mandamientos, Quo Vadis, Rey de Reyes, Espartaco, Ben-Hur, entre otras, son fósiles de la época dorada del cine que resisten en la pequeña pantalla. Un espacio exiguo, lejos de la grandilocuencia para la que fueron concebidas. Esta Semana Santa hemos vivido un encierro forzoso por culpa de la plaga, ocasión para volver a disfrutar un cine tan espiritual como grandilocuente. No es fácil elegir, pero de hacerlo me quedaría con la épica Ben-Hur de William Wyler. La he vuelto a ver y a estremecerme. También he aprovechado para leer la novela en la que se basa la película.

La palabra superproducción adquiere todo su sentido en Ben-Hur. Rodada en su mayor parte en los estudios Cinecittà de Roma (concebidos por Mussolini para competir con Hollywood), requirió el trabajo de unos 50.000 extras y más de 300 actores. Se construyeron un millón de elementos de atrezo, incluida una réplica de la puerta de Jaffa de 23 metros de altura y en total se filmaron 340.000 metros de película, para un metraje final de 213 minutos y 5.800 metros. Recibió 11 premios Óscar y en su año de estreno fue vista por 98 millones de espectadores solo en EE.UU.

Su concepción no fue menos monumental. Había que trasladar una novela de casi 600 páginas al formato cinematográfico, una novela que se escribió cuando no existía el cine y que ya había sido adaptada en una versión muda. Versión en la que, curiosamente, Wyler había participado como asistente. La historia del guión es un lío considerable, se elaboraron al menos una decena de versiones, hubo varios guionistas que casi se sacan los ojos, se escribieron diálogos a pie de obra y entre tantas enmiendas, transformaciones y recortes, surgió una historia coherente y majestuosa. Fuera quien fuera el mayor responsable: Karl Thunberg, Gore Vidal, Christopher Fry u otro, lo cierto es que lo hizo magníficamente. Los momentos álgidos de la novela se mantienen en la película, que los encadena de manera sublime sin dar un respiro (en esto supera al libro). 

Hay algo de Ben-Hur que siempre me ha fascinado y es Charlton Heston. Comprenderéis mi estupor cuando vi Bowling for Columbine, aún reconociendo la manipulación poco sutil que hace Moore del anciano, no esperaba aquello. Pero al César lo que es del César. La interpretación de Heston, que llegó al papel de rebote porque a Rock Hudson no le hizo tilín y Paul Newman no se veía con toga, es puro fuego. Su mirada convierte el plomo en oro. Atraviesa el hormigón. Sufre Ben-Hur y yo sufro. Odia, y yo odio. Encuentra la redención y yo me siento en paz con él.

10 cosas que quizás no sabías de 'Ben-Hur' - Película de 1959
Ben-Hur como galeote, maquinando su venganza. Foto: https://www.fotogramas.es/noticias-cine/g16156698/benhur-pelicula-1959-reparto-oscars/
                               
Después de lo dicho, ¿cómo no leer la novela del general Lewis Wallace? El año pasado ya hice un amago, la tenía cargada en el ebook y este año aprovechando la inmovilidad cayó en mis redes. Lo de Lewis Wallace (1827-1905) confirma que bien puede escribir sobre aventuras el que las ha vivido. El general tuvo una vida con poco lugar para el tedio. El hombre era un alma renacentista: militar, escritor, abogado, político, músico, incluso registró varias patentes.  Durante la Guerra de Secesión alcanzó el rango de general, en la lucha contra los confederados tuvo un papel controvertido, que la historia juzgó sin resolver claramente. Desobedeció las órdenes y estuvo a punto de arrastrar a los suyos a una derrota total en la batalla de Shiloh, pero salvó Washington de caer en manos del enemigo. Fue gobernador de Nuevo México en la época de Billy el Niño (que le prometió una bala en la frente) y Pat Garrett. Ejerció un cargo diplomático en el Imperio Otomano y septuagenario trató de alistarse para luchar contra España en la guerra de 1898. Incluso formó parte del tribunal que juzgó a los asesinos de Lincoln,  ¿qué no hizo este hombre?

Según se cuenta, la idea de la novela surgió cuando Wallace sostuvo una animada conversación con un célebre agnóstico de la época, un tal Robert Ingersoll. El general quedó anonadado y se prometió a si mismo investigar sobre los orígenes del cristianismo, una religión que había adoptado sin saber en realidad nada sobre ella. Necesitó siete años de escritura, la mayor parte bajo un haya de su jardín. Antes llevó a cabo un trabajo de documentación meticuloso, para plasmar con veracidad hasta el más mínimo detalle de la época. Tanto que, al parecer, cuando después visitó Jerusalén afirmó que no veía necesario cambiar ni una coma de lo que había escrito. 

Ponerse a fabular sobre el nacimiento de Cristo y su muerte llevó a Wallace por el trillado camino de la iluminación y reforzó su fe. Como cristiano heterodoxo siempre lo hizo a su aire, sin plegarse a ninguna iglesia. Quizá por eso el libro logra ese equilibrio entre religión y aventura, entre épica y espiritualidad. Me temo que un descreído o un dogmático de capilla habría arruinado la combinación escorándola según sus intereses.

Con todo, la novela se considera uno de los libros cristianos más influyentes. Escrita por Wallace con tinta morada, su arranque fue tímido, pero en un par de años se hizo un hueco y arrasó. Antes de acabar el siglo había despachado un millón de ejemplares y era traducida a veinte idiomas. Su adaptación teatral estuvo en los tablados de Broadway durante veintiún años ininterrumpidos. Wallace se convirtió en un héroe y según he leído, es el único escritor que tiene una estatua en el National Statuary Hall del Capitolio de Washington, representando a su Indiana natal.

Imagen del National Statuary Hall, donde está Wallace. Foto:  USCapitol - National Statuary Hall since July 1864, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=50738699
                         
Poco estoy hablando de la historia de Ben-Hur, porque asumo que es conocida por todos. La novela comienza con el encuentro de tres sabios venidos de los confines del mundo: Baltasar el egipcio, Melchor el hindú y Gaspar el griego. Un espíritu, en el que reconocen la verdad que buscaron toda la vida, les conmina a acudir ante la inminente llegada del Salvador. La escena está relatada con verdadero misterio y devoción. Resulta sugestiva, ¿entonces es una novela religiosa? Sí pero también algo más. Wallace escribió la historia de Cristo, pero no la dejó en primer plano, sino como ruido de fondo.

El mensaje cristiano, en cualquier caso, influye en la evolución del protagonista. Este es ficticio. Se llama Judá Ben-Hur, es un príncipe saduceo de Jerusalén al que una fatalidad le hace caer en desgracia. Una desgracia aprovechada (y alentada) por el que había sido su amigo en la infancia y pasa a convertirse en enemigo mortal: el cínico y descreído romano Mesala (Stephen Boyd). Ben-Hur será condenado a galeras y su madre y hermana encerradas de por vida en una lúgubre mazmorra. Solo el ansia de venganza y la caridad de un extraño que da de beber a Ben-Hur cuando estaba a punto de sucumbir, mantienen en pie a nuestro héroe. 

La casualidad teje extraños encuentros, finiquita o da segundas oportunidades. Hasta en las vidas más insignificantes deja su impronta, no la iba a dejar en la de este héroe. Ben-Hur llama la atención del duunviro Quinto Arrio, que se embarca en una lucha contra los piratas que dificultan el comercio de Roma en el Egeo. La galera naufraga, pero Ben-Hur salva de morir a  Quinto Arrio. Este le hace su hijo adoptivo, un giro total del destino que le permite regresar en busca de su madre y querida hermana, de las que nada sabe y de paso vengarse de Roma, personificada por el cruel Mesala. En Antioquía, toma contacto con Simónides, un antiguo sirviente de su padre que ha logrado a pesar de las torturas de Roma, mantener a salvo parte de la fortuna de la familia Hur y con el jeque Ilderim (genial Hugh Griffith), un árabe apasionado por la carreras de caballos. Los tres comparten el odio a Roma y darán su escarmiento a Mesala en el circo. 

No quedará aquí la venganza, porque traman levantarse contra el Imperio y viven animados por el rumor de que ha nacido el rey de los judíos. Sueñan con que lidere su rebelión y conduzca a la victoria sobre Roma. Pero el Mesías no trae un mensaje bélico, ni mucho menos. Aunque da muestras sobradas de su poder. Ben-Hur entonces entra en cortocircuito y por ahí viene su transformación y apoteosis final.

Lew Wallace en su estudio (Foto: https://www.religionenlibertad.com/cultura/51629/lew-wallace-era-agnostico-escribio-benhur-para-aprender-sobre-cristianismo.html)
El estilo de Wallace es como corresponde al tema. Sobrado de descripciones, con continuas llamadas al lector. Las casualidades están por doquier, a los lectores descreídos esto les molestará, pero así se hacen los libros de aventuras creo yo. Algunas transiciones se resuelven con tres frases, la trama da algún que otro bandazo. Las cosas más increíbles pasan cuando menos te lo esperas.

La confusión de Ben-Hur, que espera encontrar un rey inclemente, ungido de dignidad imperial y se topa con un joven humilde y compasivo, con extraordinarios poderes que rechaza emplear para evitar su muerte en la cruz, es uno de los momentos más logrados de la novela. Luego están los pasajes míticos de la película, tan emocionantes como en formato panorámico. A pesar de perder el factor sorpresa, leerlos no me ha privado de todo un aluvión de emociones. La lectura y el cine se complementan, pero creo que tocan fibras diferentes de la sensibilidad humana.

La recreación de la vida en las galeras, el encuentro y la salvación de Arrio es excepcional. La carrera de cuadrigas y toda la intriga previa, te enardece hasta tal punto que pierdes la noción del tiempo y el espacio. Esa sensación de arrebatamiento, de ser trasladado a otro lugar, de vivir emociones intensas nunca experimentadas es lo que me ha hecho vibrar con la lectura, hacer que los días de encierro dedicado a sus páginas hayan transcurrido en Antioquía, Jerusalén y cerca de un vergel con palmeras datileras y corceles de raza árabe (en la película son españoles), en lugar de en mi piso con paredes de cartón. La literatura hace viajar, te lleva a universos paralelos. También lo hace el cine, pero de manera menos introspectiva y por menos tiempo. La pasión y crucifixión de Cristo conmoverán al más acérrimo de los ateos. La liberación de la madre y hermana de Ben-Hur, su piel leprosa, estremece tanto como en la película, si no más. 

Según he leído, la novela de Wallace, junto a la Biblia y Lo que el viento se llevó nunca han estado fuera de catálogo en EE.UU. ¿Quiere esto decir que es un clásico a la altura de, por citar su principal referente, El conde de Montecristo? No creo. Su mensaje cristiano y la adaptación de Wallace, le dan punto extra. No ha perdurado solo por su valor literario. Para la mayoría de cinéfilos la película es superior, si medimos lo que cada obra representa en su respectivo arte, la adaptación de Wyler se lleva el laurel. Pero es una gran novela de aventuras con una gran impronta espiritual. Cristo, en realidad, hace un cameo. Deja su mensaje redentor, pero no es el protagonista. Es Ben-Hur, encarnado en el cine por la mirada humeante de Charlon Heston. Merece la pena ver la película y leer el libro, sea la semana santa o pagana, sea entre rejas o en libertad.

sábado, 4 de abril de 2020

Lecturas para el confinamiento: "Guerra y paz" de Liev Tolstói



Estar confinado te pone frente a un espejo en el que no acostumbras a mirarte. Son tantas horas contigo mismo que se te acaba cayendo la máscara y puede no ser del todo agradable. Solo compensa la paz del cielo, el insólito silencio (roto por algún vecino reguetonero) y los pájaros campando entre los tejados, saltando sobre las antenas, señores de un aire limpio de carbonilla. Trato de que este espacio no sea mi muro de las lamentaciones. Para eso reciclé las hojas libres de un viejo cuaderno donde me he dedicado a verter mi ponzoña de estos días, alimentada por una fiebre sospechosa. A nadie escapa que el número de contagios es muy superior a lo que indica la estadística oficial y viviendo en el Wuhan de la Mancha, como nos ha bautizado un periodista malicioso, no descarto la posibilidad de que mi convalecencia tenga como origen el innombrable. Por suerte no ha ido a más, cientos de mis vecinos no pueden decir lo mismo y algunos ya descansan, otros se debaten en un laberinto de camas, mascarillas de buceo y bombonas de oxígeno. Escapar de la desgracia no me hace sentir afortunado, contra toda lógica.

En medio de la tempestad, echado en mi camarote, he atacado dos clásicos de literatura espumosa, dos colosos: Flaubert y Tolstói. Cualquiera se pone a escribir después de leerlos. Pero hacerlo me calma. Ahoga todas las voces que últimamente me maltratan. Imagino que el típico picoteador bloguero abandonó la lectura de este post hace tiempo. Así que me relajo. Quería hablaros de esas dos obras maestras, aunque por espacio lo haré solo de una de ellas (la otra es Salomé de Flaubert, excesiva y maravillosa). 

Heredé Guerra y paz de un tío de mi mujer. Murió de cáncer, uno de esos tumores que degradan al enfermo hasta convertirlo en un despojo de sí mismo. Mi mujer se quedó sin madre siendo muy niña y la familia de su tío la acogió durante unos años como una hija más, hasta que mi suegro pudo volver a encajar el puzle familiar. Para ella fueron tiempos felices, que la marcaron. Cerca del mar, en Altea la bella. Desde su balcón veía la cúpula azul de la iglesia, la sierra de Aitana y los bancales con limoneros y naranjos. Más de treinta años después todavía conserva una atracción irresistible por el Mediterráneo. Así que perder a su tío, que hizo de padre unos años, aún a pesar de que tenía un carácter serio, reservado, duro en apariencia, fue otra muesca a su temprana orfandad. Lo conocí, le gustaba hablar conmigo porque con la jubilación se había puesto a estudiar y yo era un docente primerizo. Presumía de ser el mejor de la clase, alardeaba de sus sobresalientes y me explicaba, como si no fuera a entenderlo, con ese punto soberbio del neófito, cosas que yo ya había leído mil veces. Era displicente conmigo, pero le dejaba hacer. No entendáis esto como un mal recuerdo, soy tan prudente y reservado con mis interlocutores que me presto a situaciones de ese tipo. Cuando visitamos a su tía, meses después del sepelio y encajada la viudedad, nos dio varios hatillos de ropa para mi suegro y nos mostró los libros de aquel estudiante tardío, metidos en caja. Había enciclopedias, colecciones de clásicos, el arsenal autodidacta pre-Internet. Iban a tirarlo y me invitaron a coger lo que quisiera. Venciendo la timidez y por no quedar mal, me hice con un ejemplar de Guerra y Paz. La promesa de que era una nueva traducción del original ruso y su carácter manejable, me ayudó a vencer mis reservas.


Guerra y paz | La historia interminable
El libro que heredé del tío Juan y edición que he leído. 
El libro estaba nuevo, sospecho que nunca fue abierto. Si seguís por aquí, estáis notando que afrontar una reseña de Guerra y paz no es cosa fácil y me estoy yendo por las ramas, de hecho apenas daré unas pinceladas. Mi edición, con apéndices, tiene la friolera de 1854 páginas. Algunas se han soltado de la encuadernación, así que puede que no resista una segunda lectura, ¿lo heredará algún lector futuro, como yo? Tolstoi lo escribió cuando se encontraba en el albor de su fama, con treinta y tantos, que es cuando se escriben muchas de las grandes obras. Recién casado, feliz, tuvo sus primeros hijos y ya vivía en Yasnaia Poliana. Entre 1863 y 1869 pergeñó miles de páginas, hasta siete versiones, que corrigió y pasó a limpio una joven de 18 años con la que acababa de contraer matrimonio, Sofía Andreievna, escritora a reivindicar (¿inspiro a la Natasha de la novela? Quiero pensar que sí, porque he leído que Tolstoi se basó en los diarios y escritos de su mujer para dar vida a sus personajes femeninos).

Guerra y paz es la historia de cuatro familias de la aristocracia rusa, en el contexto de las guerras napoleónicas. Seguiremos las peripecias de sus personajes, extraordinarios y vivos ante nuestros ojos. Es el milagro del escritor demiurgo. Tolstoi los define con breves pinceladas, detalles que usa como recurso definidor y repite hasta el final. Entre todos, destacan para mí Natasha Rostov, el príncipe Andréi Bolkonski y Pierre Bezújov. Un narrador omnisciente nos relata los detalles de sus vidas, los exprime, aparta y recupera, pero nunca los descuida. El amor, la muerte, la lucha por la vida, la lealtad, la envidia, la frustración, la angustia, las dudas que embargan cualquier existencia, emociones y dilemas humanos de cualquier época, de eso trata Guerra y paz. Ese marco general es lo que convierte a los clásicos en atemporales. Se ocupan de lo humano, en su generalidad, por eso no envejecen.

Entreverado, hay mucho más. Hay una novela histórica, con personajes reales que quizá con la excepción del general Kutúzov resultan algo acartonados y contrastan con los verdaderos protagonistas. Hay mucha teoría militar, usos amorosos (extraños en los actuales tiempos del poliamor) y política decimonónica (en esto no hemos cambiado tanto). Jalonan el texto prolijas reflexiones de Tolstoi sobre la construcción del relato histórico, que podrían constituir un aparte. Para el lector enganchado con los Rostov, Bezújov y compañía, estas digresiones pueden hartar: todos los clásicos tienen partes donde falla el consenso (recuerdo el relato de la batalla de Waterloo en Los Miserables). De hecho, uno de los primeros y autorizados entusiastas de la novela, Flaubert, lamentó que la segunda parte del epílogo estuviera dedicada íntegramente a disquisiciones teóricas y filosóficas.

Es cuanto menos una paradoja que uno de los hitos de la historia rusa, la derrota de Napoleón (que recibe su correctivo de parte de Tolstoi, defensor de una idea de la historia donde los “grandes hombres” no son sino meras comparsas del devenir de los tiempos) ocurriera en un tiempo en el que era habitual el uso del francés por las clases altas de Rusia. De hecho, los personajes de Guerra y paz alternan el ruso y el francés con toda naturalidad. Es incómodo para los negados como yo y hay que irse al final donde están las traducciones. 


Pierre Bezújov interpretado por Anthony Hopkins, en una versión de "Guerra y paz" que produjo la BBC en 1972 (foto: https://www.dvdtalk.com/reviews/31385/war-peace-1972/)
La lectura de Guerra y paz ha sido un retorno a esos tiempos de libros subyugantes. Al acabar, tengo la sensación de haber vivido junto a unas personas que no existen sino en el papel, pero que me han dejado huella, a las que quiero y por las que he sufrido. Tanto como si fueran de carne y hueso. Resulta extraño ser arrastrado así por meras ficciones. Entre ellas, las diferentes revelaciones con las que el príncipe Andréi entiende el sentido de la muerte y de la vida, personificadas en el cielo de Austerlitz y un viejo roble que se resiste a la llegada de la primavera. Me han conmovido hasta el tuétano. Sé que no soy el primero, son archifamosas, pero si estos pasajes han tocado el alma sensible de tantos miles de lectores será por algo. No voy a dejar de mencionarlo por eso.

De entre todos los personajes, por ir acabando, voy a destacar a Pierre Bezújov. Miope, benigno y pasivo, de naturaleza melancólica, con escasas habilidades sociales, se deja arrastrar y no sabe cómo encarar su existencia. Al principio me parecía que Tolstoi hablaba de mí, pero por desgracia yo me he quedado varado, soy esa tuerca girando, pasada de rosca, que ni aprieta ni afloja y en cambio Pierre logra, sin renunciar a su naturaleza (a la que en realidad no se puede renunciar, porque te la llevas a la tumba), llenar el vacío de su alma. Amigo Pierre, ojalá logre seguir tus pasos.

Guerra y paz es un libro que trasciende la época que representa y en la que fue escrito, los clásicos rara vez decepcionan y se mantienen como un manantial donde el lector sensible (no el cínico sabelotodo) podrá saciar su sed. Hace días que lo acabé y no he buscado repuesto (excepto la lectura esporádica de Walden, que dirige el blog El infierno de Barbusse), quiero que fermente, quiero seguir viviendo con sus personajes: que no se vayan, que no me abandonen porque me han hecho sentir más humano y menos solo.