La foto fue sacada en el parque nacional de las Tablas de Daimiel (Ciudad Real) |
Antoine agita los brazos, me ha visto.
Le respondo y voy a su encuentro, mientras maniobra para dejar la pequeña
embarcación en un hueco del muelle. Está radiante, moreno y casi desnudo, con
un sombrero que aplaca su ensortijado cabello. Charlamos un rato, mira el reloj
cada minuto, de manera tan rutinaria como el que respira. Llegan dos amigas de
Antoine. De eso no me había avisado. Me abotono la camisa y me enjuago el
sudor. Una de ellas es alta y seria. Su esbeltez la acentúan unos escandalosos
zapatos de plataforma. La otra es delgada, rubia y pálida, viene descalza.
Antoine me agarra fuerte del brazo y me empuja contra ellas. Intercambiamos
saludos.
Pronto Antoine se ha hecho con el
barco, inspecciona los aparejos, comprueba el motor y arranca. Lentamente
salimos del puerto, lo perdemos bordeando un cabo. Estamos solos, el mar, el
cielo y nosotros.
Antoine agarra a una de las chicas del
brazo, la más alta. Se llama Silvia. La invita a descalzarse y la lleva a un
pequeño camarote. Me quedo en silencio, con la otra chica. Le pregunto por
segunda vez su nombre: Maxime. En ese mismo instante me despojo de la camisa y
del pantalón, del calzado, de todo. Lo hago con naturalidad. Me quedo
completamente desnudo y abro los brazos todo lo que puedo. El salitre se
incrusta en mi piel, el sol se ceba con mi piel pálida, expugnable. Desnudo en
la cubierta cierro los ojos y duermo.
Me despierto durante el crepúsculo. Es
la despedida del sol. El horizonte en llamas me embelesa durante un rato. Miro
a mí alrededor. Es extraño que Antoine haya decidido pasar la noche en medio
del mar. Tampoco hay rastro de Maxime. La posibilidad de que estuviera conmigo,
después de mi demostración de impudicia me hace sonreír. Golpeo con los
nudillos la puerta del camarote. No hay respuesta. Empujo la puerta, primero
con tibieza, luego cada vez con más fuerza. Está atrancada.
Son ya dos días los que llevo así. No
sé donde estoy, ni porqué. Tengo la piel abrasada, noto los labios agrietarse,
secos. En cubierta queda algo de bebida que intento racionar. He intentado
encender el motor, la llave ha desaparecido y no me atrevo a hurgar entre el
amasijo de cables. Tengo la esperanza de que tarde o temprano pase algún barco,
es el Mediterráneo al fin y al cabo. Es un mar transitado desde hace 4.000
años. El último intento de desplegar las velas acabó conmigo en el agua.
Exhausto alcancé de nuevo el bote, pero la vela había quedado inservible
después de mis torpes manipulaciones. No se las veces que maldije, tanto y tan
fuerte que el cielo comenzó a cerrarse y a llover y el barco se zarandeaba,
¡Cuánto lamentaba mi soberbia!
Me acurruqué en un rincón e intenté
dormir. En mi inconsciencia se me presentó Antoine, Silvia y Máxime. Antoine me
miraba divertido: ¿Cómo se te ocurre desnudarte de esa manera frente a Máxime?
Máxime estaba muy seria y verde. Lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus
mejillas y caían sobre la cubierta convertidas en clavos que se hincaban en la
madera. Cuando desperté del sueño observé de nuevo la puerta del camarote,
sellada como las tumbas de los faraones. Arremetí con todas mis fuerzas, sin
éxito. Busqué por la cubierta, encontrando un pequeño arpón, que blandí contra
la puerta, como amenaza. La puerta seguía muda y cerrada. Clavé el arpón y
conseguí levantar algunas astillas, estuve trabajando así toda la mañana, hasta
que por fin cedió.
El camarote era un pequeño cubículo.
No había rastro de Antoine, Silvia ni la verde Máxime. Encontré una navaja, en
las paredes habían grabado: Antoine y Silvia. Abrí la navaja y comencé a tallar
un corazón alrededor, no sin cortarme varias veces. Me dejé caer sobre el
catre, un alivio para mis huesos después de pasar dos noches durmiendo a la
intemperie. Hacia esfuerzos por mantenerme despierto, los ojos se abrían y
cerraban con el movimiento del barco.
El movimiento del barco se detuvo. No
se el tiempo que llevaba luchando contra la modorra, abriendo y cerrando los
ojos al compás. Subí a cubierta. El barco había sido arrastrado a una playa y
estaba varado, la quilla hundida en la arena y el mar se estiraba y recogía
como el sueño de un gato, pero apenas llegaba a rozar la popa de la
embarcación.
Me alegraba volver a pisar tierra
firme. Me despojé de la ropa, sin Máxime delante esta vez y me di un baño.
Después deambulé entre las rocas, molestando a los cangrejos, recorrí de cabo a
rabo la playa, grité y canté a pleno pulmón, intenté un par de volteretas. Era
mi isla. Como aquellos náufragos aventureros, un naufrago en el Mediterráneo. Como
Napoleón, este era mi destierro. Decidí comprobar el perímetro de la isla y su
verdadera condición insular. Calculé que disponía aún de cuatro horas hasta que
se pusiera el sol. Pronto llegué a unas escarpadas peñas. Me impedían seguir
avanzando y conocer lo que había al otro lado. Miré el sol, ya iniciando su
zambullida y decidí volver al barco. Como precaución saqué el agua, las
provisiones y las protegí tapándolas en la arena. La temperatura era buena y no
había necesidad de encender ningún fuego.
Desperté con la luz. Hice un
descubrimiento inesperado, que no ilógico: si la marea había traído la
embarcación a esta isla, la marea se la había llevado. Comenzó a subirme un
calor terrible. Me puse verde, como Máxime. Pensé mi testamento, me quedaban pocos
días para morir de inanición. Recordé el escarpado cerro que me había impedido
continuar mi exploración la tarde anterior. Podría despeñarme. Pero esa
posibilidad no conllevaba una muerte fulminante y ya había visto como me
rondaban algunas gaviotas. No quería que aves marinas de ningún tipo se
aprovecharan de mis vísceras aún moribundo. Esta idea espantó el suicido de mi
cabeza, como poco después tuve que ahuyentar a algunos pájaros que chillaban
alrededor de mis semienterradas provisiones.
Llegué a los pies del cerro y comencé
su escalada. No tardé demasiado en alcanzar la cima. Desde la cima no divisaba
nada más que un mar de piedra, detritus de gaviota y silencio. Continué
resuelto mi camino. El suelo era una trampa y a punto estuve de torcerme un tobillo,
el sol comenzaba a inflamarse en lo alto del cielo, numerosas aves rondaban en
torno mío, como buitres al acecho.
Pronto pude distinguir a lo lejos...
¡edificios! Comenzó a dibujarse un camino de tierra que se fundía con una
lengua de asfalto que serpenteaba y bajaba la colina. Ahora divisaba el nítido
contorno de media docena de edificios, algunos parecían inacabados, otros
refulgían. Entre los bloques se levantaba una herrumbrosa grúa que cortaba el
horizonte. La pista de asfalto se fue haciendo más y más ancha, con aceras y
farolas. A ambos lados de la carretera no había más que polvo y hierbas
silvestres. Me fui aproximando al primer edificio. Tenía la pintura
descascarillada, las ventanas con los cristales rotos, la puerta oxidada:
PROHIBIDO EL PASO. El segundo edificio contaba tan sólo con el esqueleto de
hormigón. El tercero era una sucesión de cubos blanquísimos, con las ventanas
ahumadas. El perímetro estaba rodeado por una densa vegetación.
Intenté asomarme, pregunté varias
veces en voz alta: ¿Hay alguien? Al no obtener respuesta me encaminé hacia la
puerta. Observé los llamadores eléctricos con los botones de acero y un gran
ojo en el centro. El ojo parpadeó varias veces y se quedó fijo en mí. No sin
reservas, aproximé el dedo índice y apreté uno de los botones. El altavoz
crujió y comenzó a sonar el latido de un corazón acelerado, cohetes, pitidos,
motos furiosas, todo junto, repitiéndose en un bucle. A intervalos una voz
chillaba y su eco se fundía con el corazón, los pitidos, los cohetes y las
motos. Cuando acabó la música se escuchó un chasquido y se abrió la puerta. Era
muy pesada y al empujarla con fuerza sentí los estragos físicos que los días a
la deriva en el mar y la falta de alimento habían infligido en mi cuerpo. Era
el interior de una urbanización, el césped pulcro y húmedo, y una piscina con
el agua clara. Recorrí el borde de la piscina, hasta llegar a la escalera,
sentándome y sumergiendo los pies en el agua. Fue entonces cuando la vi,
asomada a la ventana del primer piso fumando un cigarrillo: la verde Máxime. La
Máxime de mi sueño, no cabía duda. Me recree durante unos instantes en su tez
verdosa, brillante como el aceite, sus apretados y azules labios. Me distrajo
el ruido del portero automático, del que salía ahora una música melodiosa y
suave y cuando volví la vista, Máxime no estaba.
"El muelle" recibió el Premio de Narraciones Félix Grande, en la LXIV edición de la Fiesta de las Letras de Tomelloso (agosto de 2014)
"El muelle" recibió el Premio de Narraciones Félix Grande, en la LXIV edición de la Fiesta de las Letras de Tomelloso (agosto de 2014)
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