domingo, 27 de mayo de 2018

"El corazón es un cazador solitario" de Carson McCullers


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Cuando escasea el tiempo y la concentración para leer, se vuelve uno un poco sibarita. No entra cualquier cosa, el estómago donde van los libros está especialmente levantisco y ataca con sus ácidos sin compasión. Hasta da ardor leer el trabajo propio y eso que como te conoces tiendes a ser benévolo. En tal coyuntura, autores como Carson McCullers son garantía de una digestión apacible. El corazón es un cazador solitario fue publicado en 1940, cuando la autora contaba con apenas veintitrés años. Si no recuerdo mal, la crítica lo considera su trabajo más atinado. Desde luego, allí volcó toda su sensibilidad, ternura y talento. La mía es una edición de Círculo de Lectores, con motivo del centenario de su nacimiento, con traducción de Rosa María Bassols. Viene con una sobrecubierta desplegable, el libro pesa un quintal, cada hoja es densa y tirante, como una cuchilla. Me alegro de tenerlo en mi estantería, porque me sobrevivirá y es algo que no pueden decir los libros de bolsillo y colecciones de periódico que compré en los tiempos de penuria estudiantil.

Es un título que la mayoría conoce, pero no está de más contar a trazo grueso su argumento. Luego desgrano alguna de las cosas que me han removido. La historia está ambientada en una ciudad industrial del sur de EEUU (¿quizá en el estado de Georgia?), a finales de los años 30. Tenemos por tanto segregación racial, clasismo, pobreza a raudales y otoños calurosos. John Singer y Spiros Antonapoulos son sordomudos y amigos inseparables. Componen una pareja de contrastes, ya que Singer es estoico y centrado, mientras Antonapoulos es perezoso y glotón. Sin embargo, ellos se complementan y conviven felices, aislados del mundo pero aferrándose a ese hilo que su lenguaje de signos y complicidad mantiene tenso y firme.                                                        

Todo cambia cuando Antonapoulos pierde la cabeza y es confinado en una institución mental. Singer, perdido su único amigo, alquila una habitación y en torno a su silente quietud convergen varios personajes atormentados, cada cual más variopinto. Mick Kelly, una adolescente que sueña con convertirse en pianista; Jack Blount, un agitador político que entra y sale de las brumas del alcoholismo, desquiciado porque sus ideas caen en saco roto. El doctor negro Benedict Copeland, varado en tierra de nadie por su educación, insólita entre los de su raza y sus ideas redentoras que caen, como en el caso de Blount, aunque por diferentes motivos, en terreno baldío. El cuarto satélite que orbita en torno a Singer es Biff Brannon, el dueño de la taberna donde Singer acude cada día a almorzar. Brannon es un observador inteligente, pero tiene un vacío secreto, un amor paternal que al morir su mujer se torna irrealizable. 

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Foto extraída de una adaptación teatral de 2017 (fuente: arktimes.com)

Los cuatro personajes acuden a Singer, le hablan desde lo más profundo de su ser. El mudo atiende, sonríe, ellos creen que les comprende. A partir de aquí pasan muchas cosas. McCullers nos muestra, con increíble sencillez estilística y a través de un narrador omnisciente, los entresijos del alma humana. La debilidad de ese corazón, un cazador solitario que parece condenado, como un titán, al sufrimiento. La novela dará un vuelco al final, aquí me tiemblan los dedos, pero desvela algo insólito y que a lo mejor uno no acaba de darse cuenta, pero es que el propio Singer también es un cazador solitario. Y también sufre.

Me resulta extraordinario que con esa sencillez se pueda ahondar tanto, llegar al alma misma de los personajes. Que son seres de ficción, no existen, o sí, es algo que a veces llego a dudar. El escritor es una especie de Dios creador. Y de hecho, así conciben a Singer esos cuatro personajes. El sordomundo es visto como un sabio, alguien con el que pueden compartir sus sentimientos y a quien revelar aquellos sueños más inconfesables. Es como esa figura de Cristo a la que se dirigen plegarias, pero de la que nadie obtiene respuestas.

Todos están solos en esta novela, se sienten aislados de los demás y sufren, mucho y tienen sueños, quimeras en realidad, al lector (y quizá a ellos mismos) le queda claro que son irrealizables. A pesar de todo, es el combustible que les alienta a seguir. Porque así es el ser humano, su existencia se sustenta en la creencia en ficciones. Ahí es donde reside nuestra singularidad. 

Y es que el propio Singer sufre esa misma soledad, al verse alejado de su querido Antonapoulos. Es un sentimiento profundo, más allá de la relación homosexual que se pueda intuir. Es tener a alguien con el que poder comunicar tus sentimientos y a quién amar sin condiciones, ¿quién lo tiene? Pensad un poco, ¿a quién podéis desvelar hasta las entrañas? Da terror pensarlo y de hecho, uno se podría sentir tan indefenso. El pobre Singer es ciego, además de sordomudo. Porque Antonapoulos es egoísta, perezoso y no corresponde del mismo grado a Singer, un tema que McCullers también trata en La balada del café triste. Pero a nuestro héroe no le importa. Singer ama sin recibir ni una pequeña fracción de lo que ofrece y esto, dar sin la pretensión de obtener un gracias, sin pedir sumisión, es la verdadera generosidad y es un don tan escaso que acabo viendo a Singer como una figura religiosa, sí, igual que los cuatro desesperados que acuden a su habitación y comparten un cigarrillo y hablan al mudo y este les mira sin pestañear para leer sus labios. Singer simboliza la esperanza, es una almohada donde se posan con suavidad los sueños de Mick, el doctor Copeland o Blount. 

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Sandra Locke como Mick Kelly, en la película de Robert Ellis (foto: fanpop.com)

Si hay un personaje donde McCullers vuelva su espíritu creo que es Mick, la joven que espera ser pianista y a falta de dinero para un instrumento compone melodías imaginarias en una libreta. Es inteligente, despierta y hay una escena donde hace una excursión con un amigo del barrio a un paraje cercano y contiene una descripción maravillosa del momento crucial en el que deja de ser una niña, con una delicadeza perturbadora. Es el paso al abismo, al del mundo adulto y asistimos así a una novela dentro de otra, a una novela de descubrimiento. 

Hay también una parte sociológica, el retrato de las desigualdades y las diversas formas de opresión, no solo racial, que merecerían su análisis. Se puede hacer una lectura política, incluso, que alcanza su punto culminante con la agria discusión entre el doctor Copeland y Jake Blount. Como véis, sin ser experto me atrevo a decir que El corazón es un cazador solitario es única y excepcional. Que cada cual lea y juzgue. 

En 1969 la historia fue llevada al cine y nominada a dos Óscar. La película es notable y los personajes están muy logrados, aunque Mick es una actriz veinteañera y la acción se desarrolla en los sesenta y no en 1939. Merece la pena también. En fin, decía Bukowski en un poema sobre McCullers:

Todos esos libros suyos
de aterradora soledad
esos libros
sobre la crueldad
del amor sin amor
es todo lo que de ella queda.

Y digo yo, ¿es que te parece poco? Para el que quiera otra taza, una reseña más centrada aquí.

viernes, 4 de mayo de 2018

DELIRIOS DE UN OPOSITOR


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Se acerca el temido y esperado momento de las oposiciones para aquellos que aspiran a convertirse en enseñantes. Un sistema decimonónico para el siglo veintiuno (edulcorado en los últimos años por la presión sindical), donde se trata de demostrar que posees unos conocimientos que con mucha probabilidad nunca vas a utilizar, dejando fuera de la bolsa cuestiones de vital importancia para este trabajo tan poco valorado. Hace mucho que pasé aquel martirio, pero se me ocurrió utilizar la experiencia para escribir una especie de delirio o relato corto y la Red de Bibliotecasde la Comunidad de Madrid lo ha premiado. Lo expongo aquí, como homenaje a esos valientes y reivindico de paso el valor de la Historia más allá de la mera exposición de datos, junto al libro como tabla de salvación a la que me aferro con uñas y dientes. 

***

Sergio arqueó la espalda hacia atrás para estirar las vértebras, comprimidas como el fuelle de un acordeón y así dar nueva vida a sus músculos entumecidos. Después volvió a agachar la cerviz sobre los apuntes. Leyó el enunciado “Tema 46, los Estados balcánicos en el siglo XX” y se concentró en su ficha-resumen, tapando el primer párrafo con la mano, para repasar lo aprendido meses atrás. En su mente comenzó a materializarse el puente de Sarajevo, cada piedra de su único vano sobre el río Miljaka compactada con la argamasa de miles de personas que perecieron durante el asedio en 1995. Un francotirador emergió entonces de entre la bruma y la bala se instaló en su cráneo limpia y silenciosamente.
Levantó la cabeza y cerró los ojos. Dayton, esa era la palabra que no conseguía discernir bajo el fuego de mortero. En su imaginación, el humo de las casas incendiadas cubría la ciudad como las nubes grises de una tormenta.
Acuerdos de Dayton, repitió para sí y lo garabateó al margen.

Sumaba. Era cuestión de pura aritmética. Veinte horas a la semana le daban para repasar diez temas, dos por día, si se concentraba. En dos meses podía repasar el temario completo. Un año daba para estudiar el temario seis veces. A esas jornadas había que añadir algunas horas extra. En ese momento ignoraba que la mayor parte de todo ese alud que le estaba sepultando, le sería de escasa utilidad en su futura vida profesional, pero pretendía, como un alquimista, convertirlo en oro. La veta aurífera anhelada, el pesado lingote de muchos quilates, era una de las cincuenta y cuatro plazas de profesor de Educación Secundaria por la especialidad de Geografía e Historia. En menos de un mes llegaría el día D, la hora H y Sergio daba el repaso final armado hasta los dientes, preparado para el desembarco. 
Todas las tardes acudía a la biblioteca de cuatro a ocho. Todas y cada una de las tardes. Allí encontraba el silencio y la concentración necesaria. Por eso no admitía distracciones. De ningún tipo. Se encerraba en una de las salas menos transitadas y tan sólo hacia una breve pausa si el dolor de cervicales le impedía seguir o si una duda atroz se instalaba en su mente como una liendre, extrayendo su seguridad en sí mismo y tenía que levantarse para consultar una fuente autorizada y calmar sus nervios.
En los momentos de sueño y agotamiento extremo acudía al socorro de la máquina de café y bebía su brebaje como un vaquero del oeste su puño de whisky, de un solo golpe. El líquido ardiente quemaba en el esófago, pero le ayudaba a recargar su agotada batería y le permitía seguir estudiando.

Era el mes de mayo y la biblioteca había sido tomada por una horda de estudiantes universitarios, buscando el refugio de sus paredes silenciosas. Sin embargo, el ser humano es en el fondo un simio chillón y los jóvenes que iban llenando la sala asestaban continuas estocadas al silencio, desangrándolo. Sergio, componiendo un semblante de duro y misántropo espécimen, se había ido librando aquella tarde de cualquier ruidosa compañía y tres sitios permanecían todavía libres a su lado. Estratégicamente había esparcido algunos libros, para desanimar a los que, ignorando su mirada de hostilidad, se atrevieran a ocuparlos.     
Repasando el inicio del tema, levantó la vista hacia el pasillo. Gavrilo Princip pasó a su lado con la pistola humeante y le miró, moviendo su espeso bigote. Sergio entornó los ojos y se concentró: un recorte de periódico cae en las manos de Princip, que apura el vaso de cerveza y discute con sus compañeros, mientras golpea repetidas veces con el puño la foto del archiduque, que irá de visita a Sarajevo. A los pocos días, abre fuego sobre el heredero y su esposa. Recordaba aquella historia punto por punto, no necesitaba repasar nada. Pero Princip permanecía frente a él, rascándose la coronilla, amarillo y sudoroso, tosiendo oscuros esputos con fragmentos de pulmón sanguinolento.
— Esfúmate, te tengo más que visto.
Lo dijo en voz alta y varias cabezas en la sala se movieron en su dirección. El opositor plegó de nuevo el cuello sobre los folios, apesadumbrado. Quizá estaba estudiando demasiado. Quizá su cálculo, la fórmula del éxito, funcionaba sobre el papel, pero era irrealizable para la voluble voluntad de un ser humano de inteligencia normal, y por qué no decirlo, para un niño mimado de clase media poco dado al esfuerzo sostenido como era él.
Una postal voló desde lo alto del techo, hasta posarse en su mesa. Sergio observó la fosa repleta de cadáveres descomponiéndose y leyó el remite. “Srebrenica”. Una postal desde la tumba. El libro de Emir Suljagic se encendió en una de las estanterías. Sergio se sintió tentado de levantarse, releer aquella frase que se había grabado a fuego en su memoria: “yo he sobrevivido, muchos otros no. He sobrevivido del mismo modo que ellos murieron”, pero se contuvo. Le pareció que aquellos apuntes descarnados no expresaban todo el horror de un siglo, pero decidió pasar página y consultó de nuevo su ficha resumen. Este era el repaso definitivo, no se podía escapar ni un detalle. Una voz femenina resonó entonces en la caverna de sus oídos:
  ¿Está ocupado?
Sergio movió la cabeza como si fuera una vieja momia. Se escuchó el crujido de su cuello apergaminado en toda la sala. Fijó sus ojos de cuervo en la muchacha, que le miraba acariciándose el pelo de manera compulsiva. El silencio del opositor no la desalentó, al contrario. Como si del mariscal Tito se tratara, tomó la iniciativa y se sentó, apartando con un brazo los libros que Sergio había colocado como parapeto.
Su línea Maginot había sido superada por los panzers de la enigmática muchacha, que sin mediar palabra, sacó un archivador y el teléfono móvil y se hundió en sus apuntes con la celeridad de un submarino alemán.
El mariscal Tito, Yugoslavia. Expulsión del Kominform en 1947.
Sergio reescribió en su ficha de repaso remarcando bien la K y suspiró aliviado.
— Está. No lo he olvidado. Sigue en mi cabeza.
— ¿Has dicho algo? —le interpeló la chica.
— No, disculpa, sólo pensaba en voz alta.
Todo arreglado con un intercambio de falsas sonrisas. Cada uno a lo suyo. Bien, ahora venía la peor parte, vamos a ver qué pasó con Rumanía y Bulgaria. Aquí Sergio se concentró aún más. Repitió mentalmente el nombre del dictador rumano: Ceaucescu. Unos médicos remueven los huesos consumidos de una tumba. En el cráneo, una herida de bala certifica los restos del líder comunista.
Sergio notó entonces a la chica agitarse y un ligero temblor que iba in crescendo. La vibración comenzó a desplazar uno de sus bolígrafos hacia el borde de la mesa. Sergio lo contemplaba sin intervenir. De súbito, una vampírica figura se posó a su lado y recogió el bolígrafo al vuelo.
— ¿Esto es tuyo?
Sin esperar respuesta, se sentó junto a él, apartándole unos escasos centímetros con el codo.
Después de la Primera Guerra Mundial, Rumanía recibió Transilvania y parte del Banato. Fue en la paz de Trianon. Lo subrayó, deletreando: T-r-i-a-non.
El vampiro que tenía a su lado alzó su cintura sobre la mesa y abrió la boca en dirección a la muchacha. Sergio observó de reojo como besaba los labios gruesos de ella, que lo atrapaba como una mantis. Comenzó a marearse. El vampiro le miraba de reojo. Algo de sangre restalló entre sus dientes, afilados como agujas alpinas. Los Cárpatos, recordó: Los Cárpatos, Los Montes Cámbricos, el Macizo del Jura, el Karst eslovaco, los Apeninos, los Balcanes...
Los nombres desfilaron en su mente como las tropas soviéticas por la plaza Roja el día de la victoria. Estos son de otro tema, pensó. Era hora de hacer una pausa. El vampiro aleteó satisfecho en su sitio, mientras la muchacha, pálida de anemia, se iba desvaneciendo sobre la mesa.

Sergio aprovechó el descanso para fumar despacioso un cigarro y después renovar los libros que tenía en préstamo. Allí le esperaba una de las bibliotecarias, con la que llevaba meses flirteando sin dar el asunto por concluido. Si los albañiles sueñan con modelos de pasarela callejera que sonrían ante sus groseros piropos y los soldados heridos en batalla con enfermeras de carnes generosas, los opositores lo hacen con guapas bibliotecarias, monumentos eróticos con gafas de pasta. Sergio contempló en silencio a su musa, que guiñaba los ojos delante del ordenador, precisamente porque había olvidado las gafas.
— Hasta el día 25.
— Los traeré antes.
— ¿Cuándo son las oposiciones?
— El 21 de junio.
— Seguro que vas bien preparado, no fallas ni un día.
Sergio no sabía si seguir la conversación o quedarse varado contemplando a la muchacha, mientras fingía buscar algo en el índice del diccionario de términos históricos que acababa de renovar. La alegría de charlar con ella unos minutos pronto comenzó a ser devorada, como un Saturno caníbal, por un oscuro pensamiento. Tantas horas invertidas, ¿y si fracaso? El opositor comenzó a imaginarse el día del examen, frente al papel, titubeando, incapaz de destacar entre el resto de sus rivales, comprobando una y otra vez, con infinita desolación, el 4,95 final que le impedía pasar a la siguiente fase. Abrumado por esa posibilidad, comenzó a palidecer y la bibliotecaria le miró con mayor atención, reparando en su aspecto desvaído.
— ¿Te encuentras bien?
Sergio no contestó. En ese momento estaba siendo tragado por su pesimismo. Trató de esbozar una sonrisa, que se diluyó como una meada en el mar. El ruido de unas botas militares resonó en su cabeza, aproximándose. Dos agentes uniformados de la Securitate lo agarraron de los brazos, arrastrándolo a lo largo del pasillo y lo encerraron en el baño. Sergio vomitó el café y después encendió un cigarrillo. El humo mitigó un poco el sabor a bilis.
Resuenan las bombas sobre Sarajevo, las tropas serbias se retiran a Albania y los soldados mueren como alimañas;  los judíos griegos son enviados a los campos de exterminio desde Tesalónica —tantas malditas muertes en doce folios, tema 49—Slobodan Milósevic sufre un ataque al corazón en una oscura celda en La Haya.
El opositor tiró de la cadena y la sensación de opresión se fue por el sumidero. Regresó al mostrador. Su bibliotecaria seguía allí, con la nariz pegada a la pantalla del ordenador, que amenazaba con engullirla como a la niña de Poltergeist. De repente le miró:
— ¿Estás mejor?
—Supongo que sí.
—No tienes buen aspecto, creo que te exiges demasiado—la bibliotecaria, como ya tenía confianza con Sergio, pensó en preguntarle si de verdad le merecía la pena todo ese esfuerzo y si sentía verdadera vocación, recordando los días que su madre, profesora, llegaba desquiciada y no podía ni probar bocado. Al final, se contuvo—Esta noche podríamos tomarnos ese café que me tienes prometido y así desconectabas un poco.
Sergio sintió deseos de saltar por encima del mostrador, pero se contuvo.
—Es que el examen está tan cerca… Cada minuto que pierdo me siento culpable.
La decepción se adueñó del semblante de la bibliotecaria con la rapidez con que los alemanes dominaron la península del Peloponeso y entraron en Atenas como los nuevos persas. Por suerte, Sergio rectificó:
—En fin, tienes razón, me vendrá bien quitarme las oposiciones de la cabeza. Es cierto que entre unas cosas y otras nunca nos tomamos el dichoso café. ¿Te parece bien a las ocho?
—A las ocho acabo, te espero aquí. Y prohibido hablar de oposiciones, que quede claro.
—Sí, sí. Clarísimo.
El opositor regresó a la sala de estudio. Su sitio permanecía vacío, rodeado por Drácula, la ninfa y un sujeto que vibraba como si tuviera debajo del culo un motor al ralentí, y movía los labios, repasando la lección o quizá preparándose para un atentado suicida.
El sonido del Whatsapp resonó en la sala y fue tan vergonzoso que su silbido se ralentizó hasta hacerse imperceptible. La usuaria del móvil cantarín lo hizo enmudecer con una rápida combinación de teclas.
Sergio contempló la extensa sabana que era aquella biblioteca como un avezado naturalista. Los bloques de estanterías cubrían las paredes, trufados de libros, como extrañas flores de baobab. Las caras sobre la mesa, en posición de inusitada penitencia estudiaban en relativo silencio.

Llegó el turno del tema 50, “Las revoluciones rusas, creación, desarrollo y crisis de la URSS”. El sonido de la bocina del acorazado Aurora resonó en el corazón de Sergio, que seguía pensando en su bibliotecaria y en el encuentro que tendría lugar dentro de dos horas. Mientras, los marineros del Kronstadt  deambulan por las frías habitaciones del Palacio de Invierno...
El opositor reescribió Kronstadt en su ficha de repaso y se regodeó pensando en su princesa Anastasia detrás del mostrador, desafiando a sus asesinos entre la nieve. Sabía que la ciencia había certificado que el cuerpo de la última hija del zar había sido sepultado en otra fosa, y por tanto no había sobrevivido, pero aquella leyenda le gustaba. Se abandonó un poco a su fantasía. Doctor Zhivago se iluminó esta vez en la estantería y Sergio se levantó, movió la silla hacia atrás sin hacer ruido, abrió el grueso volumen y leyó con deleite, como el que arranca la cabeza de una gamba y chupa sus entrañas: “¡Piense qué tiempos son éstos! ¡Y nosotros los estamos viviendo! Cosas tan increíbles tal vez sólo ocurran una vez en la eternidad”. Después dejó el libro otra vez en la estantería, se sentó en su sitio y volvió a reclinarse sobre la mesa.
Repasó mentalmente las fases de la revolución y su cronología; imaginó la brillante calva de Beria en su oficina de la Lubianka bajo la luz de una vela, organizando viajes a Siberia sin billete de vuelta.
Un ruido ensordecedor hizo crujir las ventanas y todas las cabezas se volvieron un instante. El vuelo de un reactor militar hizo que algunos se levantaran estirando el cuello, pero sólo pudieron atisbar el perfil de dardo grisáceo de un F16 alejándose hacia su base. Al menos la Guerra Fría ha terminado, se dijo y miró su reloj, que se resistía a rebasar las siete de la tarde.
La biblioteca es un espacio que asemeja un vacío. Las paredes de libros, la luz que entra por la ventana apenas tamizada por los delgados estores, componen un ambiente de misterioso limbo. Sergio notaba cómo su rendimiento se disparaba, pero después de su encuentro con la bibliotecaria le costaba centrarse. Retomó el cuarto plan quinquenal y sintió un leve vértigo al repasar las miles de toneladas de trigo y acero. Luego subrayó en su ficha estajanovismo y notó un fuerte dolor de riñones y sus manos hinchadas, incapaces de sujetar el bolígrafo.
La puerta de la sala se abrió. La bibliotecaria entró empujando el carrito con los libros para ser devueltos a su sitio y los fue colocando uno a uno, con delicada parsimonia. Sergio reparó en uno de los títulos: El espía que surgió del frío. Berlín. El muro, recordó. Derribado el 9 de noviembre de 1989. Otra vez aquel automatismo. Cualquier experiencia, una raíz brotando de un castaño, una zanja abierta para reparar una tubería, un niño sosteniendo un globo, la transformaba en dato histórico-geográfico, lo vinculaba a sus apuntes como si viviera encerrado en un juego de palabras encadenadas.
La bibliotecaria se acercó hacia donde estaba y le tocó con la varita de sus dedos.
— ¿Qué tal, cómo vas?
—Pues aquí estoy, repasando la revolución rusa. ¿Te ayudo?
—Si quieres…
Las manos de la bibliotecaria se deslizaban por el lomo de los libros, que parecían arquearse de gusto como un gato, a veces coincidían con las de Sergio y ese leve roce, agitaba su respiración y le llenaba de expectativas. La atracción amorosa es la única fuerza que puede transformar una actividad aburrida y mecánica en una experiencia placentera. Las hojas de los libros se transformaron en una lluvia fina que les envolvió durante ese escaso minuto de complicidad, como a Lara y Yuri en su dacha de verano, rodeada de narcisos amarillos. Fue una deliciosa pausa para Sergio, que vio como se alejaban por un momento sus obsesiones.
—Regreso al mostrador, te dejo con tus rusos.
Sergio levantó el puño y contempló a la bibliotecaria de espaldas alejándose, arrastrando el carrito vacío. Perestroika. Glasnot. Esto se acaba. Gorbachov se acercó entonces y con gesto serio se lo llevó de nuevo hacia su mesa.