sábado, 30 de abril de 2016

SI LO SABRÉ YO, QUE SOY SU PADRE

Foto: Ricardo Canalejas-elpais.com
El ambiente de la taberna estaba cargado de sudor y tabaco negro. Una nube se había instalado en el techo, entre las vigas de madera y la luz desvaída de dos bombillas, que colgaban precariamente de cordones mugrientos. Era una hora intempestiva, el tabernero secaba los vasos con un paño y los miraba al trasluz guiñando un ojo. Cuando algún parroquiano le hacía una señal con la mano para que rellenara la copa de vino, orujo o lo que permitiera el racionamiento, estiraba el paño con un movimiento enérgico, como si manejara un látigo, se lo colocaba airado sobre el hombro y abría con ceremoniosa pausa una botella cualquiera, sirviendo al borracho. Luego paseaba la mirada aviesa por el local, examinando la fauna que allí se congregaba, deseando que llegara la hora del cierre.
Las carcajadas resonaron en la sala. Un grupo de jóvenes, de fino bigote, botas altas de caña negra bien lustradas y camisa azul, se arremolinaban en torno a un viejecillo. El anciano se llevaba un vaso de vino a la boca, tembloroso por la edad y luego se limpiaba la comisura de los labios con el dorso de la mano. Debía de tener al menos ochenta años, pero parecía que el vino rejuvenecía su cara de momia y se dirigía con tono enérgico a su auditorio, apuntando con el dedo al yugo y las flechas bordadas en rojo sin ningún pudor.
—Estuve sirviendo en Filipinas cuatro años. Entonces si qué éramos un imperio de verdad.
El anciano apuró por fin el vaso y chasqueó la lengua un par de veces antes de seguir.
—Sin embargo, olía a rebelión por todas partes. La cruz de Magallanes temblaba en su nicho. Presentía la que se le venía encima.
Se hizo un repentino silencio y el viejo maniobró hábilmente, porque se dio cuenta de que transitaba por caminos nada seguros.
—Las filipinas son las mujeres más hermosas de toda Asia. Delicadas como muñecas. Piadosas, también. Los frailes se esmeraron en llevar al redil del cristianismo a aquellas gentes. Pero, ojo, nada que ver con las beatas de aquí.
El viejo soltó una risilla y se irguió, levantando el cuello, del que colgaba flácida la papada, como el pellejo de un pollo, erizado de barba blanca. Los jóvenes siguieron escuchando expectantes.
—Me acuerdo de una en concreto. La muchacha atendía a mis palabras con paciencia y amabilidad cuando la abordaba a la menor ocasión. Sus ojos  se quedaban fijos en las insignias de mi uniforme, mientras esquivaba con delicadeza las manos que yo lanzaba aquí y allá, tratando de interceptar uno de sus hombros, agarrarle un brazo y atraerla hacia mí, palpar la curva de su cadera bajo la larga falda azulada. Era jovencita, apenas repuntaban los senos bajo el chal, como dos limones.
Al oír aquello, uno de los jóvenes soltó un exabrupto y el viejo le dirigió una fría mirada de bóvido que hizo al falangista cuadrarse inmediatamente, como si estuviera frente al Caudillo en persona. El anciano prosiguió.
—Las mujeres allí son así. Parecen casi niñas, delgaditas, pequeñas, calladas y extremadamente complacientes. Lo que decía, temerosas de Dios, pero no mojigatas. Al volver a España me casé, como es de recibo. Mi mujer, entre misas, rosarios, novenas y letanías pasaba más tiempo en contacto con Dios que conmigo. Cada vez que llegaba el momento del asunto, se santiguaba diez veces y apenas acababa de sacarla, después de culminar la faena, que su trabajo costaba, porque se quedaba más rígida que un tocón de roble y ya estaba corriendo a los brazos del cura, para limpiarse de pecado.
Los jóvenes estallaron en carcajadas. El tabernero se acercó al grupo y golpeó con los nudillos en la barra.
—Es hora de cerrar.
Los jóvenes hicieron como que no le habían oído. El tabernero dirigió el dedo a una efigie de Franco que colgaba de la pared.
—Serví a sus órdenes en África, en el Tercio.
Y se arremangó la camisa, mostrando una larga cicatriz que le surcaba el brazo y que partía en dos un obsceno tatuaje.
—Ni una sola gota de aguardiente se echaba al gaznate, ni siquiera vino. En los burdeles lo conocían sólo de oídas, porque ni su sombra pasaba del umbral de la puerta. Nador, El Gurugú, Monte Arruit. Todavía lo recuerdo inspeccionando el último blocao que liberamos, arrasado, a lomos de su caballo blanco, enjuto, con la piel requemada por el sol y la arena del desierto, ordenándonos reunir las cabezas de nuestros enemigos como trofeo. Así.
Y revivió al despiadado legionario por un segundo, ensartando con el cuchillo un pedazo de berenjena que sacó de la lata chorreando vinagre.
—Hicieron muchos muertos en Annual, les teníamos ganas. Luego ese perro de El Raisuni se cagó por la pata abajo y aceptó un buen puñado de pesetas por acatar la autoridad española. Si le hubiéramos puesto la mano encima…
 Y con un golpe certero que hizo retroceder a los falangistas, no al abuelo, que le miraba sin inmutarse, clavó el cuchillo en la barra. El mango se quedó temblando y los restos de la berenjena se esparcieron como si fuera metralla. Uno de los jóvenes se pasó el dorso de la mano disimuladamente para eliminar el tropezón de la camisa.
—En África aprendió el caudillo que la mejor estrategia es el terror—sentenció.
Los falangistas miraron alucinados al tabernero, reconvertido en veterano del Tercio. Sin embargo, en el rostro apergaminado del anciano había nacido una palpable mueca de disgusto.
—Ya me has agriado el vino. Ponme un orujo, anda.
—Faltaría más, don Nicolás.
Uno de los falangistas, el más fornido, se apresuró a pedir una ronda para todos. Cuando el fétido brebaje estuvo dispuesto en los vasos, alzó el suyo con místico deleite y componiendo el semblante exclamó:
—Por la victoria y por nuestro Caudillo.
Un coro de atronadoras voces repitió estas palabras y los vasos se vaciaron. Luego, en posición de firmes y dando un taconazo, como habían aprendido de los militares alemanes que campaban a sus anchas por Galicia en busca de wolframio, dirigieron el saludo fascista a la foto del dictador, cantando el Cara al Sol.
En el breve minuto que duró la tonada, el anciano bajó como pudo del taburete y se recompuso. Cuando hubieron terminado, se dirigió a los jóvenes y les espetó:
—Ese caudillo del que tanto habláis, no es más que un patán y un cabrón.
Los jóvenes se quedaron estupefactos, mudos de asombro. Pronto la sorpresa dio paso a la ira más tremebunda y el viejo se vio rodeado y aprisionado por un pulpo de brazos azules, pero no se arredró. Al contrario, exclamó para que todos pudieran oírle:
—Si lo sabré yo, que soy su padre.
Los puños se detuvieron a un centímetro escaso de la nariz ganchuda del anciano y las caras atónitas se volvieron al tabernero, que asintió afirmativamente, apretando los labios.
La mordaza con la que habían aprisionado al anciano se fue aflojando.
Se decía que el padre de Franco vivía, que salía de farra cada noche. A pesar de su avanzada edad, frecuentaba burdeles, tabernas y otros antros de perdición de La Coruña. Había abandonado a su familia, cuando Franco era todavía un niño, para irse a vivir con una maestra republicana. Estaba claro que no había sido un padre ejemplar, pero en todos ellos surgió la duda de lo que podría pensar o peor hacer el Caudillo si molían a puñetazos al viejo, que por la edad seguro que no superaba el trance, y les sobrevino un escalofrío, recordando las cabezas de los moros ensartadas en la punta de las bayonetas en Monte Arruit. De nuevo golpearon las botas al unísono y se retiraron, dejando un par de billetes arrugados en la barra. Todavía uno de ellos dijo al salir:
—Debería tener más respeto por su hijo. Ha salvado España de la masonería y el comunismo. Le debemos la vida.
El viejo comenzó a echar espumarajos por la boca, murmurando en voz baja:
—Qué sabrá mi hijo de la masonería…        

"Si lo sabré yo, que soy su padre", fue premiado en el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas, en 2015. 


sábado, 23 de abril de 2016

Celebra el día del libro... leyendo

Después de una semana un tanto intensa, por razones de todo tipo, por fin ha llegado el sábado y puedo leer con tranquilidad. Además resulta que este es uno de los sábados más lectores que recuerdo, porque se celebra el día del libro y se conmemora el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Casi nada. Lo malo es que no voy a conseguir dedicarme a la lectura todo lo que quisiera, porque es Romería en mi ciudad y uno tiene sus compromisos. Una celebración religiosa, no solo católica, sino también pagana, porque os aseguro que Baco y su séquito se sentirían más cómodos que Cristo y sus apóstoles. Eso suponiendo que les gustarán los Chunguitos, Camela y el Reggeaton (los botellines, el vino y los pinchos morunos supongo que sí). En fin, hoy he conseguido escaquearme y tengo material para devorar, aunque ahora esté escribiendo. Ya he hecho una visita a casi todos los blogs que frecuento, aunque me queda algo de tarea pendiente. Y quería hablaros de mi maletín de lecturas para estos días. Excluyo los tres libros que tengo a medias, uno de ellos El Quijote, porque este va a pequeños sorbos y los otros siguen en el horno. Me centraré en lo nuevo. 


El trío de ases que pasa a engrosar mi estantería de lecturas pendientes. Poco a poco serán devorados, digo leídos.

Aprovechando la efemérides un grupo de compañeros de trabajo celebramos el clásico amigo invisible, con libro, claro está. Como tenía ganas de leer a César Aira lo dejé caer y me vino como del cielo El santo. Queda en el estante de pendientes. Por mediación de Piel de Zapa me llegó Un día sin Teresa de Ricardo G. Manrique. Su título, que me recordó a Juan Marsé y la playlist rockera que ha elaborado el autor para acompañar su lectura me han tocado la fibra y pasa también al limbo de los pendientes, esperando rigurosamente su turno. Por último, como no hay dos sin tres saqué mi libreta de libros por leer, que engorda como nunca desde que frecuento blogs y foros y después de sudar lo mío elegí Técnicas de iluminación, un libro de relatos de Eloy Tizón. Para hacerme un regalo a mí mismo, porque yo lo valgo. Llegué a rozar el póker, un par de semanas antes me había llegado el catálogo de Círculo de Lectores con La tierra que pisamos de Jesús Carrasco, pero mi hijo rompió la baraja: papá, quiero el cuento de la Patrulla Canina. Sea.

Mis préstamos de la biblioteca. Por ahí anda también la revista "La hoja azul en blanco", que edita la Asociación Literaria Verbo Azul y que me regalaron ayer en un acto en Boadilla del Monte.

El ansia me puede, me puede. Y la semana pasada visité la biblioteca. Y piqué dos veces. Un libro de cuentos en torno a la La isla del tesoro de Stevenson, con plumas tan celebradas como Pérez Reverte o Julio Llamazares y El invierno en Lisboa de Muñoz Molina. Este último lo he empezado hoy y el de cuentos caerá poco a poco, en los intermedios. Ambos responden a recomendaciones blogueras que siempre tomo en cuenta. 

A leer se ha dicho.

sábado, 16 de abril de 2016

"La buena letra" de Rafael Chirbes



 

Como París-Austerlitz me dejó un buen sabor de boca, pensé en seguir con Chirbes por la senda de su narrativa breve. Los planetas se alinearon y encontré un ejemplar de La buena letra en la biblioteca de mi ciudad. Se trata de su tercera novela, publicada en 1992. Después de leerla dos veces he decidido traer a la llanura esta breve pero intensa historia de amor soterrado, desilusión y derrota. 

La novela se dispone en forma de monólogo. Ana, la protagonista, cuenta a su hijo la historia de su vida y por extensión de su familia. Hay dos capítulos que funcionan como paréntesis, pero de este punto no voy a hablar porque según he leído Chirbes prescindió en ediciones posteriores del capítulo final. Las justificaciones del autor son interesantes y creo que nos dicen mucho de su honestidad como narrador. Extraigo un fragmento: 

El paso de una nueva década ha venido a cerciorarme de que no es misión del tiempo corregir injusticias, sino más bien hacerlas más profundas. Por eso, quiero librar al lector de la falacia de esa esperanza y dejarlo compartiendo con la protagonista Ana su propia rebeldía y desesperación, que, al cabo, son también las del autor.

(texto completo en www.bajaragonesa.org)

La buena letra está ambientada en torno a Misent, la localidad ficticia que Chirbes utiliza en Crematorio. Es una historia dramática (sin llegar al melodrama), en la que sobrevuela el hambre, la locura, la enfermedad y la muerte. De fondo, la guerra civil y la posguerra. De esta última, conocida como los "años del hambre" (o del miedo), el retrato realizado por Chirbes es profundo y demoledor. Una hondura que consigue a través de episodios como la descripción de un tren por el que desfilan mujeres cargadas con aceite o arroz de contrabando, buscando noticias del hermano o el marido desaparecidos, un tren “que recogía toda esa desolación y la movía de un lugar a otro, con indiferencia” o en la visita dominical al cine, donde “llorábamos con lo que les pasaba a las artistas del cine y así ya no teníamos que llorar en casa”. Una miseria que les embrutece, porque “la necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos”. 

Son capítulos breves, casi fogonazos. Destaca una prosa limpia, pulida hasta dejar la veta, pero sin aditamentos. Sin excesos de estilo. Es todo contención y me imagino que las escasas cien páginas de La buena letra le debieron ocupar a Chirbes meses y meses de repasar, recortar, ajustar, una labor que me recuerda a la de los escultores, cuando una vez desbastada la piedra y perfilada su forma aplican los abrasivos, con rocosa paciencia, hasta eliminar la marca del cincel. Cuesta reconocer a Chirbes después de leer Crematorio hace pocos meses, así que me alegro de que París-Austerlitz haya pasado por mis manos, porque ha tenido su función preparatoria. En cuanto al proceder, que yo adivino metódico y del que sin embargo queda al lector una prosa tan natural que bien podría ser leída en voz alta, parece en ocasiones más conversación que literatura. 

La trama se desarrolla con gran sutileza, algo que he apreciado mejor con la segunda lectura. Por medio de poderosas imágenes, Chirbes nos introduce en ella y nos desvela poco a poco sus líneas maestras. Pétalo a pétalo, conocemos la historia de Ana y su cuñada Isabel, además de un amor sobre el que no doy más detalles, pero que aflora, en principio sorprendentemente, pero no: Chirbes ha dejado pistas sutiles, encerradas a veces en un par de palabras. Es una historia donde los celos, la envidia y el resentimiento se adueñan de las personas. La familia que en una brutal paradoja permanece unida en la miseria, cuando asoma cierta prosperidad se deshace. 

El resultado final, si no contamos con ese capítulo eliminado, es de hondo pesimismo. De desilusión total. El hecho de evocar una vida pasada, de revivir la muerte y la pérdida, ahonda en su futilidad: “todo parecía que iba a durar siempre y todo se ha  ido tan deprisa, sin dejar nada”, llega a afirmar Ana. El paso del tiempo no es reparador, el paso del tiempo trae el olvido: el paso del tiempo destruye, todo pasa y nada queda. “La muerte no va a juntarnos, será la separación definitiva (…). He llegado a saber que tanto esfuerzo no ha servido para nada”. 

Y para acabar, últimamente tengo la sensación de pisar terreno pantanoso con mis reseñas, porque avidez lectora no es sinónimo de conocimiento crítico y aunque trato de documentarme, me da miedo decir cosas que tal vez no sean correctas. Por si acaso, podéis leer una reseña de experto pinchando aquí.

lunes, 11 de abril de 2016

"Farándula" de Marta Sanz

Marta Sanz y la portada original de Farándula. Foto: joseluisrico.com
Tenía ganas de conocer la prosa de Marta Sanz después de leer varias reseñas elogiosas en blogs amigos, así que durante mi última batida por la biblioteca conseguí Farándula, junto a otras piezas de caza mayor a las que trataré de hacer un hueco en la llanura.  Precisamente por este título ganó el Premio Herralde de Novela 2015. Marta Sanz (1967) fue también finalista del Premio Nadal en 2006 con Susana y los viejos. Entre su obra destaca Lección de anatomía (2009) y Daniela Astor y la caja negra (2013), todas en Anagrama.

Con la preparación y estreno de una versión de la película Eva al desnudo de fondo, Farándula inserta las historias cruzadas de varios actores, personajes arquetípicos pero que son definidos con pericia. Valeria Falcón es una actriz de formación clásica, en el ocaso de su carrera, que ha sido incapaz de ganarse al gran público. Ahogada por la precariedad de su oficio, asiste a la veterana Ana Urrutia, estrella olvidada, decrépita a la que un ictus dejará postrada. Esta circunstancia es uno de los elementos que activa la trama e introduce nuevas bifurcaciones en la historia. Natalia de Miguel es la actriz en ciernes, compañera de piso y pupila poco aplicada de Valeria, que adquiere notoriedad tras su participación en un reality show. Daniel Valls es un actor de éxito, flamante ganador de la Copa Volpi. Vive en un apartamento de lujo en la parisina Plaza de los Vosgos con su flamante mujer Charlotte, una “bróker filántropa”, también definida como su “yegua”, que trata de protegerle de los comentarios infamantes que despierta por doquier, en parte debido a sus trasnochadas inquietudes políticas, en parte por la clásica envidia española. Lorenzo Lucas es el contrapunto de Valls, un actor solvente pero maleado, un cínico deslumbrado por la juventud y simpleza (y talento, aunque le cuesta reconocerlo) de Natalia de Miguel. Este es el elenco esencial de Farándula.

Fotograma de "Eva al desnudo" (Foto: blogs.20minutos.es)
Hablando de personajes, Marta Sanz parece sentir una inconsciente predilección por los más cínicos, así, Natalia de Miguel y Daniel Valls salen peor parados, mientras Lorenzo Lucas y la “espesa” Urrutia se pavonean hasta el final. Incluso a esta última le ofrece un cameo, un delirante y malvado monólogo que alguna crítica definía como uno de los momentos culminantes de la novela, pero a mí no me lo parece. Claro que yo no soy crítico. El epílogo final lo pone Valeria Falcón, cuyo inoportuno enganche en el alcantarillado de la Plaza del Sol compone una obertura magnífica, intensa, casi un viaje lisérgico donde se captura cada brizna, cada partícula del ambiente de la plaza, con ironía, con ingenio, con ampulosidad cubista. Con discutible criterio, Marta Sanz le otorga a Valeria Falcón la palabra final, convirtiéndola (creo) en su alter ego.

La novela está organizada en breves capítulos, casi fogonazos que te dejan con los ojos clavados al libro y transcurren con ritmo. Marta Sanz parece puro nervio. Mientras leía pensaba además que sus sesiones de escritura deben ser una pura fiesta; cuesta imaginarla en un escritorio de madera maciza, lúgubre y con el ceño fruncido. La creatividad de cada frase, su ironía, el sentido del humor; su desparpajo, la incontinencia o inconsciencia con la que desgrana metáforas. Hay pasajes donde parece utilizar un fusil de repetición y no un teclado o máquina de escribir (me resisto a creer que escriba a mano, no se puede escribir así a mano, la mano es demasiado lenta: Marta Sanz es pensamiento desbordado). Y generosa, además. Si puede utilizar tres adjetivos, pues los tres. No hay porqué elegir entre dos metáforas: las dos van derechas. Con un estilo tan apabullante, hay momentos de cierto desequilibrio y la trama se resiente. Algún lector seguro que le tirará de las orejas por sus excesos. 

Otra cuestión para valorar Farándula tiene que ver con la carga reflexiva de muchos de sus pasajes. El tema de la inseguridad personal está muy presente, no sé si es cosa exclusiva del actor o del artista en general. Quizá, pensándolo bien, sea uno de los temas de la novela, soterrado, es cierto que aquí se trata de reflejar el mundo cambiante del espectáculo, su mutación y naufragio, pero ¿no es la insatisfacción uno de los males de nuestro siglo, o mejor dicho, de nuestra sociedad? Una cuestión que en el caso del que se expone públicamente está intensificada por la picota digital: la furia desmedida, desprovista de toda empatía, del que trolea o critica en las redes (el célebre hater). Qué fácil es sentirse desgraciado en este mundo nuestro, de dejarse llevar por angustias y miedos cuyo solo indicio se traga cualquier atisbo de felicidad.

Hay una certera crítica social en Farándula, centrada en el mundo del espectáculo y por extensión de la cultura. Los actores que preparan “Eva al desnudo” lo hacen sin cobrar y están a expensas del resultado de la taquilla. Ana Urrutia languidece con los escasos ahorros, porque apenas cotizó durante su larga carrera y depende de la caridad de sus colegas. El concepto de cultura gratuita ha calado hondo y excluye las necesidades de personas que trabajan duro para compartir su talento y puesto que viven en un sistema donde todo se compra y se vende, no carecen de necesidades. Una precariedad laboral que se puede hacer extensiva a otras capas de nuestra sociedad. Esta cuestión, junto con las alusiones al linchamiento digital, a la libertad de expresión garantizada por ley, pero penada en el mundo virtual con el acoso y derribo, hacen de Farándula una novela de nuestro tiempo.

Hay también una conclusión un tanto pesimista, ¿asistimos a una mutación del concepto de espectáculo? ¿Forma parte el teatro de un mundo que agoniza, simbolizado por la catatónica Ana Urrutia o el desorientado Daniel Valls, que desaparece sin más en los compases finales de la novela? ¿Es Natalia el símbolo de una nueva era, definida por la celebridad digital o pueril del reality? Cuestiones para los más sesudos, en cualquier caso son temas que me ha evocado esta novela y me han hecho pensar.

Viendo todo lo que he escrito, algo caótico, casi eléctrico, un poco contagiado por el estilo de Marta Sanz, concluyo con una entrevista suya realizada en el programa Página 2, donde desgrana alguna de las claves de esta valiosa (que no perfecta) novela en la que aborda “el oficio de los actores como metáfora de muchas otras profesiones y como metáfora del mundo en el que estamos viviendo”.

            

domingo, 27 de marzo de 2016

"París-Austerlitz" de Rafael Chirbes y "A bordo del naufragio" de Alberto Olmos

Mientras voy poniéndome al día con los blogs amigos, después del paréntesis gripo-vacacional, traigo a la palestra un dos por uno de entre mis lecturas más interesantes estos días.


París-Austerlitz (Anagrama, 2015) es la novela póstuma de Rafael Chirbes. Poco tiene en común con Crematorio y En la orilla, los libros que había leído hasta ahora del autor. Agradezco el cambio de registro y la intensidad destilada en esta novela corta, que creo no desmerece a sus trabajos más celebrados (por cierto, dentro de poco me embarcaré en un nuevo viaje chirbesiano, La buena letra).

Cuenta una historia de amor entre dos hombres, en un tono de cierto desengaño, de descreimiento ante el afecto amoroso. Un amor que caduca y muere cuando se apaga el brillo del momento. Si es que se puede llamar amor a ese querer devorarse, que surge de una manera difícil de explicar y del mismo modo se agosta sin remedio.

Los protagonistas son personalidades casi antitéticas. El narrador es un joven de buena familia, calculador y hasta cierto punto, reprimido. Llega a París para dedicarse a la pintura y por casualidad conoce a Michel, un obrero de origen humilde, treinta años mayor que él. Su perfil, de fría distancia ante lo que han sido meses de intensa relación amorosa, se refuerza conforme pasan las páginas. Michel, en cambio, es el extremo desbordante. Es descrito como un cincuentón hercúleo, fumador, bebedor empedernido. Sincero, vitalista, se ofrece con pasión porque necesita amar y ser amado. Representa un tipo de amor que implica la absoluta posesión del otro: el egoísmo en toda su carnalidad. 

La historia comienza, sin embargo, por el final. El narrador visita por última vez a Michel, que sucumbe víctima de la plaga (así llama Chirbes al Sida) y reconoce su desapego emocional, porque su amor (si lo hubo) por el enfermo que se le aferra suplicante pertenece al pasado y al mismo tiempo que rememora su aventura amorosa, asiste a su degradación casi con hastío. El espeluznante final certifica la sensación de brutal pesimismo, de imposibilidad de querer para siempre: el amor acaba transformado en repulsión.

París-Austerlitz es pesimista, Chirbes cree en el amor, pero subraya su ambivalencia, la imposibilidad del equilibrio. El sujeto amado deviene en objeto, se cosifica. Hay momentos desconcertantes, de entrega física, pero de distanciamiento emocional. Quizá lo que lo hace imposible es la inevitable diferencia, de clase y de edad, como se muestra en la novela. Parece que el amor solo puede surgir en condiciones insólitas y como un tallo frágil, a merced de los celos, la envidia y el resentimiento, ser aniquilado.


A bordo del naufragio (Anagrama, 1998) es una novela de un párrafo (a lo Thomas Bernhard), escrita en segunda persona, donde el lector se ve engullido por el torbellino mental de un narrador del que no sabemos ni el nombre. Resulta chocante el atrevimiento, porque fue escrita por Alberto Olmos con apenas veintidós años.

No entiendo esa fascinación por leer el pensamiento de nadie, bastante tengo con el mío; en cualquier caso, mientras la neurología avanza, la literatura ya alcanzó ese hito hace tiempo. En este caso es una vorágine sin puntos aparte la que te engulle. No es nada confortable, porque estamos en la mente de un tipo acomplejado hacia el que vamos a sentir poca o ninguna simpatía, a ratos incluso repulsión; si acaso lástima, especialmente cuando en brillantes digresiones rememora su infancia y adolescencia en un pueblo de Segovia.

El comportamiento exterior del narrador contrasta a veces con su pensamiento y sus frases hirientes, su tendencia a mortificarse, que acentúa la segunda persona; el modo en el que juzga a los demás con tan poca compasión como se tiene él mismo. Es una red eficaz, porque no está hecha de tupida pedantería, ni ahonda en lo filosófico: es espontánea, honesta y verosímil, por momentos casi pop, por la referencias a estándares literarios o de la cultura cinéfila.

Mi problema quizá ha sido reconocerme demasiado en ese narrador obsesivo y regresar a mis veinte años. La adolescencia es una época difícil, pero transcurre, por efecto de la tormenta hormonal, en un ambiente de inconsciencia y si todo va bien no suele dejar profundas cicatrices. Pero una vez que pasa y viene la calma, es como como cuando, si alguien conoce esa sensación, estás conduciendo apaciblemente y un coche te embiste por un lateral y das dos vueltas de campana y te quedas así, colgando boca abajo, sin saber qué ha pasado realmente ni qué debes hacer. No es que sufriera tanto como el narrador de Olmos, al contrario, tenía vida social y nunca he sido un misántropo. Padecía, eso sí, (y padezco) cierta tendencia a la melancolía y gran afición por la soledad, pero la sensación de vagar sin rumbo, la sensación de desarraigo, de estar pero no ser, la he reconocido en su personaje. El mérito de esta novela es saber captar ese desasosiego.

Con veintidós años podría haber escrito (no tan bien, claro) algo similar: la autenticidad es el gran mérito de A bordo del naufragio. Por desgracia, esas emociones, que tienen que ver tanto con la novela como conmigo, me hicieron interrumpir su lectura y trocearla. Me alejaron emocionalmente del protagonista. Me hicieron observar su final cómodamente, desde mi lancha salvavidas y cerrar el libro con alivio. 

jueves, 17 de marzo de 2016

"A contrapelo" de Joris-Karl Huysmans

Ya va para dos semanas sin poder publicar una entrada, por diversos motivos. He leído más bien poco y seguido los blogs amigos a trancas y barrancas. Y claro, he escrito menos, por eso saco del arsenal de reseñas de emergencia este libro peculiar, que dudaba entre incluir o no en el blog. Al final, quizá por efecto de la fiebre (que se bate en retirada, por fin), comparto con vosotros la lectura de A Contrapelo

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A Contrapelo narra las andanzas del decadente aristócrata y dandi Jean Floressas des Esseintes, que hastiado del mundo y de chapotear en las aguas del vicio, decide recluirse en una mansión para disfrutar de todo lo que le apasiona y la sociedad en la que vive, utilitarista y vulgar, no es capaz de apreciar o entender. Así, entre neurosis y ataques de pánico, Des Esseintes desgrana sus gustos literarios y artísticos. Las periódicas crisis que sufre el asceta, sus vómitos, desvanecimientos y alucinaciones, separan cada uno de estos tratados estéticos, que incluyen la literatura latina, eclesiástica y profana, la poesía y la pintura, pero también su afición a los perfumes, los muebles y las plantas exóticas. 

El refinamiento y sensibilidad de Des Esseintes, que casi se expone como una enfermedad mental, choca con un mundo dominado por el materialismo y la vulgaridad, por eso el título traducido como A Contrapelo, pero que también podría ser “A contracorriente” (según explica el traductor). Al parecer fue un libro revolucionario en su época, porque rompió con los esquemas de la novela tradicional: no hay intriga, predomina el monólogo interior y hay un único personaje principal, abriendo nuevos caminos en los que profundizaron después autores como Proust y Joyce.

Dos cosas me atrajeron de A contrapelo. La primera es el virtuosismo del autor; su estilo reúne tantos elementos de mérito que sobrepasa mis capacidades; si los he podido valorar como lector, al menos en parte. Y eso a pesar de que el traductor advierte de la dificultad en trasladar al castellano el francés de Huysmans.

La segunda, tiene que ver con la personalidad y pensamiento de su protagonista, Des Esseintes. Aquí me explayaré con gusto, contando algunas de sus peripecias. En esta parte casi pasamos de la reseña al resumen, pero no logro resistirme. Para empezar, su falta de moral. Por ejemplo, cuenta como trató de pervertir a un joven, con la esperanza de convertirlo en un futuro criminal o convenció para que se casara a un amigo suyo, sabedor de que la experiencia sería un fracaso: lo hizo solo para regodearse con el cúmulo de desgracias que podrían padecer.


Des Esseintes in his study, by Arthur Zaidenberg (Against the Grain, New York, Illustrated Editions, 1931). En
un ángulo está la famosa tortuga del esteta.
(Foto: Wikipedia)
Des Esseintes también es un pesimista a lo Schopenhauer, tema expuesto a través de la visión de unos niños que observa pelear a los pies de un árbol. Los débiles son aplastados sin misericordia por los más fuertes. ¿Por qué traer un hijo al mundo? ¿Para qué vivir?

Nuestra protagonista es un esteta, no cabe duda. Llega al punto de transformar a una pobre tortuga para que encaje con la decoración de su casa y así manda engarzarla con piedras preciosas (ojo, nada de diamantes, que representan la vulgaridad de su época, algo más oriental y decadente). Su lectura hará poner el grito en el cielo a los animalistas. Des Esseintes no se conforma con beber un chupito de vez en cuando, sino que diseña el llamado “órgano de boca”, con el cual extrae gotas de diversos licores para componer sinfonías: iba bebiendo una gota aquí y otra allá que le llegaba a producir, en la garganta y el paladar, unas sensaciones análogas a las que la música produce en el oído.

También enumera sus preferencias artísticas (bien mirado, el libro es casi un ensayo o tratado de estética). Uno de mis pasajes favoritos es sin duda la descripción del tema de Salomé, pintado por Gustave Moreau. Las obras cobran vida en la prosa de Huysmans y uno casi se siente decepcionado cuando acude al original. La palabra supera en esta ocasión a la imagen. Odilon Redon, Greuze, Goya e incluso un pequeño cuadro del Greco, completan su colección.


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Respecto a sus grabados de Goya, a Des Esseintes le apena el reconocimiento y fama universal del pintor español, tanto que renuncia a enmarcarlos para evitar los comentarios facilones y aprendidos de memoria de una legión de impostados admiradores. Para Des Esseintes, solo unos pocos, gracias a una sensibilidad innata potenciada por el estudio, pueden aprehender el hecho artístico, negando la universalidad de la obra de arte.

El retrato de sus escritores contemporáneos favoritos acaba de completar el universo personal de Des Esseintes, con Baudelaire a la cabeza, a quién tiene dedicado una especie de altar. La música ocupa menos espacio en sus reflexiones, en parte porque asume su escaso conocimiento y en parte porque (se refiere a la música profana) es un arte de promiscuidad por el hecho de que uno no la puede apreciar en su casa a solas, como se lee un libro.


Para no caer en el esnobismo, ni fingir lo que no soy, admito que algún capítulo se me hizo cuesta arriba. En concreto, casi me provoca un corte de digestión la enumeración y valoración de ciertos escritores eclesiásticos, durante páginas y páginas. Sin embargo, tengo que decir y esto lo añado a la reseña que escribí (y he acortado, porque era más bien un resumen) en su día, que disfruté con la profundidad y belleza estética de A contrapelo y fue una gran suerte haber dado con él, de casualidad. Como la casualidad quiso también que al poco tiempo Houellebecq publicara Sumisión, donde el protagonista es a su vez especialista en Huysmans y por supuesto ama A Contrapelo. 

sábado, 5 de marzo de 2016

"Beso pequeño" de Félix Grande

Félix Grande (foto: http://naufragosentiemposagrafos.blogspot.com.es/)

Félix Grande nació en Mérida, en plena guerra civil y pasó su juventud en Tomelloso, hasta que en los años 50 se trasladó a Madrid. Los estudiosos lo ubican entre la poesía social del 50 y el escepticismo de la generación del 60, "en esa tierra de nadie situada entre la generación del 50 y los novísimos", según sus propias palabras. Publicó su primer libro en 1964 “cargado de preocupaciones sociales, con cierta actitud crítica y tendencia a innovaciones formales”. Con Las rubaiyatas de Horacio Martín en 1978 recibió el Premio Nacional de Poesía y el Premio Nacional de Ensayo en 1980 por Memoria del flamenco. En 2004 le fue concedido el Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra. El poeta murió el 30 de enero de 2014.

La memoria, el recuerdo de las vivencias de juventud y una profunda angustia existencial, donde se reflexiona sobre el paso del tiempo y lo inevitable de la muerte, son temas recurrentes en su obra. He estado leyendo estos días una antología suya publicada por Renacimiento con el nombre de Una grieta por donde entra la nieve, en la que falta su último poemario Libro de familia. Así que este es un post urgente, para escapar de ese torbellino poético, de profunda humanidad que fue Félix Grande. Que no se me entienda mal: deseo entregarme, pero necesito tiempo. Ahora simplemente comparto este “Beso pequeño” y sigo leyendo, a sorbos, de madrugada, en completa soledad, que es como me gusta degustar la poesía.  

Mi antología de la editorial Renacimiento (foto: elcorteingles.es)

Para Félix Grande, el amor jalona la vida del hombre y le arropa en sus peores momentos. “Beso pequeño” es un ejemplo de esa vertiente de su poesía. Forma parte del libro “La noria”, que reúne poemas de diversa temática: “una especie de cajón de sastre donde todo cabe y nada sobra”, explica Hilario Jiménez en el prólogo de mi edición.

El poema está construido a partir de versos octosílabos en grupos de cuatro. Ese beso pequeño nos inspira, “nos moja la memoria con su levadura de brasa” y su recuerdo es como una de esas “pequeñísimas palabras que con una sola sílaba llena de luz una cara”.

No deja de conmoverme la belleza de versos como “el primer hilo de sol, que le arranca al corazón de la noche la pasión de la mañana”. Lo mejor es leerlo de forma pausada, permitir que se materialicen en nuestra mente las imágenes que evoca y pensar, como concluye el poeta, en ese “beso pequeño y secreto” que nos reconforta en la desdicha y abriga el frío de nuestra soledad cuando es impuesta. Os cuento el mío, el más reciente, del que todavía palpita su huella húmeda, como se que este blog es frecuentado tan solo por amigos. Una noche mi hijo pequeño lloraba desconsolado; en realidad, después de un año todavía es incapaz de dormir más de dos horas seguidas. Tras unos minutos, como aconsejan los pediatras, acudí a calmarlo: simplemente le puse la mano en el pecho, una mano grande y nudosa a pesar de no desempeñar trabajo manual alguno: pura genética, son muchas generaciones de manos campesinas. Y sentí su latido nervioso apaciguarse; luego le pasé el dorso por la mejilla aterciopelada y suspendió el llanto un instante, me miró y noté un estremecimiento. Siguió lloriqueando un rato más, porque los niños no se conforman tan fácilmente, pero luego acabó durmiéndose e hizo su primera noche “del tirón”.

Ese beso pequeño que os acabo de contar lo he sacado de su caja y me ha ayudado este último mes a conciliar el sueño y alejar ciertos pensamientos atroces. ¿Y vosotros, tenéis también vuestro beso pequeño, vuestro salvavidas, “pequeño, como el tamaño en que se oculta una lágrima”?

Pequeño, como esa gota
de lluvia por la ventana
que nos moja la memoria
con levadura de brasa;

pequeño, como esa hebra
de tiempo llamada cana
que lleva el oro del mundo
en su cicatriz de plata;

Pequeño, como ese ruido
que casi no lleva el agua
y que les desadormece
a los montes sus guitarras;

pequeño, como una de esas
pequeñísimas palabras
que con una sílaba
llenan de luz una cara;

pequeño, como el primer
hilo de sol, que le arranca
al corazón de la noche
la pasión de la mañana;

pequeño, como un candil
con una pequeña llama
que agranda por las paredes
una presencia fantástica;

pequeño, como el tamaño
en que se oculta una lágrima
cuya fuerza clandestina
puede arrasar una casa;

pequeño, como esa arruga
que hace el pliegue de la sábana
donde se puede leer
un gran silencio que canta;

Así de pequeño fue.
Y así de pequeño basta.
¿Sabes?: los seres, por esto
se desviven y matan.

Yo tengo un beso pequeño
y secreto, que acompaña
mis asuntos desdichados
y mis horas solitarias.

Para acabar, voy a incluir un video en el que Jorge Albi recita “Beso pequeño” con la pasión que merece.