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Foto: Ricardo Canalejas-elpais.com |
El
ambiente de la taberna estaba cargado de sudor y tabaco negro. Una nube se había instalado en el techo, entre las vigas de madera y la luz desvaída de
dos bombillas, que colgaban precariamente de cordones mugrientos. Era una hora
intempestiva, el tabernero secaba los vasos con un paño y los miraba al trasluz
guiñando un ojo. Cuando algún parroquiano le hacía una señal con la mano para
que rellenara la copa de vino, orujo o lo que permitiera el racionamiento, estiraba
el paño con un movimiento enérgico, como si manejara un látigo, se lo colocaba airado
sobre el hombro y abría con ceremoniosa pausa una botella cualquiera, sirviendo
al borracho. Luego paseaba la mirada aviesa por el local, examinando la fauna
que allí se congregaba, deseando que llegara la hora del cierre.
Las
carcajadas resonaron en la sala. Un grupo de jóvenes, de fino bigote, botas
altas de caña negra bien lustradas y camisa azul, se arremolinaban en torno a
un viejecillo. El anciano se llevaba un vaso de vino a la boca, tembloroso por
la edad y luego se limpiaba la comisura de los labios con el dorso de la mano.
Debía de tener al menos ochenta años, pero parecía que el vino rejuvenecía su
cara de momia y se dirigía con tono enérgico a su auditorio, apuntando con el
dedo al yugo y las flechas bordadas en rojo sin ningún pudor.
—Estuve
sirviendo en Filipinas cuatro años. Entonces si qué éramos un imperio de
verdad.
El
anciano apuró por fin el vaso y chasqueó la lengua un par de veces antes de seguir.
—Sin embargo, olía a rebelión
por todas partes. La cruz de Magallanes temblaba en su nicho. Presentía la
que se le venía encima.
Se hizo un repentino
silencio y el viejo maniobró hábilmente, porque se dio cuenta de que transitaba
por caminos nada seguros.
—Las
filipinas son las mujeres más hermosas de toda Asia. Delicadas como muñecas.
Piadosas, también. Los frailes se esmeraron en llevar al redil del cristianismo
a aquellas gentes. Pero, ojo, nada que ver con las beatas de aquí.
El
viejo soltó una risilla y se irguió, levantando el cuello, del
que colgaba flácida la papada, como el pellejo de un pollo, erizado de barba
blanca. Los jóvenes siguieron escuchando expectantes.
—Me
acuerdo de una en concreto. La muchacha atendía a mis palabras con paciencia y
amabilidad cuando la abordaba a la menor ocasión. Sus ojos se quedaban fijos en las insignias de mi
uniforme, mientras esquivaba con delicadeza las manos que yo lanzaba aquí y
allá, tratando de interceptar uno de sus hombros, agarrarle un brazo y atraerla
hacia mí, palpar la curva de su cadera bajo la larga falda azulada. Era
jovencita, apenas repuntaban los senos bajo el chal, como dos limones.
Al
oír aquello, uno de los jóvenes soltó un exabrupto y el viejo le dirigió una
fría mirada de bóvido que hizo al falangista cuadrarse inmediatamente, como si
estuviera frente al Caudillo en persona. El anciano prosiguió.
—Las
mujeres allí son así. Parecen casi niñas, delgaditas, pequeñas, calladas y extremadamente
complacientes. Lo que decía, temerosas de Dios, pero no mojigatas. Al volver a
España me casé, como es de recibo. Mi mujer, entre misas, rosarios, novenas y
letanías pasaba más tiempo en contacto con Dios que conmigo. Cada vez que
llegaba el momento del asunto, se santiguaba diez veces y apenas acababa de
sacarla, después de culminar la faena, que su trabajo costaba, porque se
quedaba más rígida que un tocón de roble y ya estaba corriendo a los brazos del
cura, para limpiarse de pecado.
Los
jóvenes estallaron en carcajadas. El tabernero se acercó al grupo y golpeó con
los nudillos en la barra.
—Es
hora de cerrar.
Los
jóvenes hicieron como que no le habían oído. El tabernero dirigió el dedo a una
efigie de Franco que colgaba de la pared.
—Serví
a sus órdenes en África, en el Tercio.
Y se
arremangó la camisa, mostrando una larga cicatriz que le surcaba el brazo y que
partía en dos un obsceno tatuaje.
—Ni
una sola gota de aguardiente se echaba al gaznate, ni siquiera vino. En los burdeles
lo conocían sólo de oídas, porque ni su sombra pasaba del umbral de la puerta. Nador,
El Gurugú, Monte Arruit. Todavía lo recuerdo inspeccionando el último blocao que
liberamos, arrasado, a lomos de su caballo blanco, enjuto, con la piel
requemada por el sol y la arena del desierto, ordenándonos reunir las cabezas
de nuestros enemigos como trofeo. Así.
Y
revivió al despiadado legionario por un segundo, ensartando con el cuchillo un
pedazo de berenjena que sacó de la lata chorreando vinagre.
—Hicieron
muchos muertos en Annual, les teníamos ganas. Luego ese perro de El Raisuni se
cagó por la pata abajo y aceptó un buen puñado de pesetas por acatar la
autoridad española. Si le hubiéramos puesto la mano encima…
Y con un golpe certero que hizo retroceder a
los falangistas, no al abuelo, que le miraba sin inmutarse, clavó el cuchillo
en la barra. El mango se quedó temblando y los restos de la berenjena se
esparcieron como si fuera metralla. Uno de los jóvenes se pasó el dorso de la
mano disimuladamente para eliminar el tropezón de la camisa.
—En
África aprendió el caudillo que la mejor estrategia es el terror—sentenció.
Los
falangistas miraron alucinados al tabernero, reconvertido en veterano del
Tercio. Sin embargo, en el rostro apergaminado del anciano había nacido una
palpable mueca de disgusto.
—Ya
me has agriado el vino. Ponme un orujo, anda.
—Faltaría
más, don Nicolás.
Uno
de los falangistas, el más fornido, se apresuró a pedir una ronda para todos.
Cuando el fétido brebaje estuvo dispuesto en los vasos, alzó el suyo con
místico deleite y componiendo el semblante exclamó:
—Por
la victoria y por nuestro Caudillo.
Un
coro de atronadoras voces repitió estas palabras y los vasos se vaciaron.
Luego, en posición de firmes y dando un taconazo, como habían aprendido de los
militares alemanes que campaban a sus anchas por Galicia en busca de wolframio,
dirigieron el saludo fascista a la foto del dictador, cantando el Cara al Sol.
En
el breve minuto que duró la tonada, el anciano bajó como pudo del taburete y se
recompuso. Cuando hubieron terminado, se dirigió a los jóvenes y les espetó:
—Ese
caudillo del que tanto habláis, no es más que un patán y un cabrón.
Los
jóvenes se quedaron estupefactos, mudos de asombro. Pronto la sorpresa dio paso
a la ira más tremebunda y el viejo se vio rodeado y aprisionado por un pulpo de brazos azules, pero no se arredró. Al contrario, exclamó para que todos
pudieran oírle:
—Si
lo sabré yo, que soy su padre.
Los
puños se detuvieron a un centímetro escaso de la nariz ganchuda del anciano y
las caras atónitas se volvieron al tabernero, que asintió afirmativamente, apretando
los labios.
La
mordaza con la que habían aprisionado al anciano se fue aflojando.
Se
decía que el padre de Franco vivía, que salía de farra cada noche. A pesar de
su avanzada edad, frecuentaba burdeles, tabernas y otros antros de perdición de
La Coruña. Había abandonado a su familia, cuando Franco era todavía un niño,
para irse a vivir con una maestra republicana. Estaba claro que no había sido
un padre ejemplar, pero en todos ellos surgió la duda de lo que podría pensar o
peor hacer el Caudillo si molían a puñetazos al viejo, que por la edad seguro
que no superaba el trance, y les sobrevino un escalofrío, recordando las
cabezas de los moros ensartadas en la punta de las bayonetas en Monte Arruit. De
nuevo golpearon las botas al unísono y se retiraron, dejando un par de billetes
arrugados en la barra. Todavía uno de ellos dijo al salir:
—Debería
tener más respeto por su hijo. Ha salvado España de la masonería y el
comunismo. Le debemos la vida.
El
viejo comenzó a echar espumarajos por la boca, murmurando en voz baja:
—Qué
sabrá mi hijo de la masonería…
"Si lo sabré yo, que soy su padre", fue premiado en el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas, en 2015.
"Si lo sabré yo, que soy su padre", fue premiado en el I Certamen de Relato Breve Biblioteca de Illescas, en 2015.