Hubo
un periodo de mi vida en el que dos mujeres, sus voces, acompañaban mis duermevelas, los viajes en autobús, los momentos en los
que deseaba estar solo. Su arrullo me llegaba a través de un
auricular conectado a dos instrumentos hoy prehistóricos: un viejo walkman y un
reproductor de cedés portátil que llevaba en bolsillo interior de la chaqueta.
Una era Chavela Vargas y otra Billie Holiday. Dos artistas que hurgan en la
herida, la palpan, arropan al que está triste y se siente desgraciado pero no
calman su zozobra: la comparten. Como todos, fui quemando etapas. El mp3 jubiló aquellos armatostes, el silencio fue
ocupando cada vez menos espacio en mi vida y el aura de Chavela y Lady Day se
fue apagando, sus voces de sirena dejaron de resonar en mis oídos. En tierra
firme, lejos del naufragio, solo recurría a ellas en contadas ocasiones. Pero no
puedo dejar de agradecerles que compartieran y sobre todo canalizaran mi
angustia de aquellos días, expresándola y dándole una forma tan arrebatadamente bella. Les reservo el mismo hueco en mi corazón que a las
personas que he conocido y amado.
El
caso es que hace poco olisqueaba, como cualquier adicto a la lectura, entre las
cinco o seis estanterías que componen la biblioteca de mi pueblo y acabé en la
sección de biografías. Allí estaba García Márquez con Vivir para contarla y al sacar el grueso tomo,
detrás, el pequeño libro de Billie Holiday. Decidí dejar a Gabo para otra
ocasión y rescatar a Lady Day de su ostracismo.
Lady
sings the blues son las memorias de Billie Holiday, nacida Eleanora Fagan Gough.
Poco más de doscientas páginas en las que ayudó a darle forma su amigo y
pianista William Dufty, según reza en la contraportada. Ninguna otra información
ofrece la edición de Tusquets. No hay un
estudio introductorio donde nos cuente cómo se gestó
la obra y qué puede encontrar (y qué no) el lector, un epílogo qué nos explique
lo que fue de Lady Day después (el libro acaba en 1956 y ella murió en 1959),
un apéndice con la letra de sus principales canciones, traducidas al
castellano. No hay notas al pie de página con aclaraciones. Por no haber, no hay ni una foto. La única en la solapa y de ínfima
calidad. Con este atrezzo el libro ganaría muchos enteros y estaría a la altura
de su autora. De la misma manera que al final se incluye una discografía
selecta, ¿por qué no hacer un verdadero esfuerzo? También echo de menos
una línea del tiempo, una simple cronología con los hitos más destacados de su
vida que el lector pueda consultar, porque a veces uno se pierde. Dudo que
nadie de Tusquets me lea, pero aprovechando que este año es el centenario de su
nacimiento podrían intentar una edición más cuidada.
Billie Holiday y su perro Mister, que también tiene un hueco en esta autobiografía (Foto; drugstoremag.es - Pinterest) |
¿Y
entonces qué se puede encontrar en Lady sings the blues? Pues a Billie
Holiday relatando su vida. Con voluntad de cronista, sin adornos ni
aditamentos. Respetando en cierta medida un orden cronológico aunque se permite
algunas digresiones y la mención de artistas, ciudades, clubs y teatros puede
llegar a marear un poco. Una vida terrible, pero que nadie espere un tono de
autocompasión. Billie no quiere dar lástima, simplemente relata, expone: así
fueron las cosas. Con fatalismo y un
punto pesimista.
El
inicio es tan descarnado como contundente: “Mamá y papá eran un par de críos
cuando se casaron. El tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres”. No fue
fácil la vida de Eleanora Fagan. En realidad, fue un infierno. Nació en 1915 en
Baltimore. Su madre tenía, efectivamente, trece años. Trabajaba de criada y fue
despedida en el acto al conocerse la noticia de su embarazo. Pero según Holiday
“Sadie Fagan me quiso desde que yo solo era un suave puntapié en sus
costillas”. Su padre era guitarrista de
jazz (de él heredó el sobrenombre de Holiday) y pronto les abandonó. El primer jazz (Louis Armstrong y Bessie Smith) lo escuchó en la
vitriola de un burdel.
En el libro Lady Day nos cuenta la manera fortuita en la que se inició su carrera musical. Eran los tiempos de la Gran Depresión. Una noche, tras recibir la orden de desahucio, Holiday salió desesperada a
buscar trabajo. Finalmente consiguió una audición para un puesto de bailarina en un club
nocturno, pero fue un desastre. Sin embargo, el pianista se apiadó de ella y le
invitó a cantar, por probar. Así comenzó todo. Nadie lograba etiquetarla, porque
poseía un estilo propio, arrastraba la voz, una voz que desprendía nostalgia y
melancolía. Ella misma dice: “si descubres una melodía y tiene algo que ver
contigo… la sientes… y cuando la cantas los que te oyen también sienten algo”. Tanto se involucraba en la interpretación que afirma “algunas canciones me
llegan tanto que no soporto cantarlas”.
Billie Holiday en 1948 (Foto de William Gottlieb en www.drugstoremag.es) |
Las reflexiones, aunque no demasiado abundantes, son muy jugosas. Por ejemplo, sobre la creación artística dice: “todos tienen que ser diferentes. Si copias, trabajarás sin verdaderos
sentimientos. Y sin sentimientos todo lo que haces equivaldrá a nada” “en toda
la tierra no hay dos personas idénticas y lo mismo tiene que suceder en música,
de lo contrario no será música”.
El testimonio del racismo y la segregación sobrevuelan muchas de sus páginas, un escollo que ni siquiera su condición de estrella podía superar. Los problemas debido a su color de piel (a veces porque no es lo suficientemente oscura, ya que tenía sangre irlandesa) se repiten invariablemente. No es admitida en los hoteles, levanta suspicacias en los locales cuando tiene que actuar con músicos blancos, se ve envuelta en trifulcas en bares, restaurantes, etc.
El aficionado podrá conocer de primera mano como se gestaron algunas de sus canciones míticas. Por ejemplo “Strange fruit”. Sobre ella dice “todavía me deprime cada vez que la canto… pero tengo que seguir cantándola porque las cosas que mataron a papá siguen ocurriendo en el sur" y “cantarla me deja sin fuerzas”.
El testimonio del racismo y la segregación sobrevuelan muchas de sus páginas, un escollo que ni siquiera su condición de estrella podía superar. Los problemas debido a su color de piel (a veces porque no es lo suficientemente oscura, ya que tenía sangre irlandesa) se repiten invariablemente. No es admitida en los hoteles, levanta suspicacias en los locales cuando tiene que actuar con músicos blancos, se ve envuelta en trifulcas en bares, restaurantes, etc.
El aficionado podrá conocer de primera mano como se gestaron algunas de sus canciones míticas. Por ejemplo “Strange fruit”. Sobre ella dice “todavía me deprime cada vez que la canto… pero tengo que seguir cantándola porque las cosas que mataron a papá siguen ocurriendo en el sur" y “cantarla me deja sin fuerzas”.
Me parecen unas memorias honestas, sinceras y auténticas. La prueba es que no esconde ni minimiza sus problemas con el alcohol y otras drogas, aunque no llega a ser del todo explícita (supongo que por el contexto en el que fue escrita). No deja por supuesto de criticar la doble moral y la corrupción de la policía y el sistema judicial “cuando estaba enganchada nadie se metió conmigo… no me persiguieron hasta que hice un
esfuerzo sincero por salirme”. Sobre la relación entre droga y creatividad es tajante “si crees que se necesita droga para interpretar música o cantar, desvarías”. Describe también sus estancias en prisión, donde se negaba a cantar y afirma en tono lapidario: “mi canto se basa en los sentimientos y en todo el tiempo que estuve allí, no
sentí absolutamente nada”.
En definitiva, Holiday era pura expresividad, palpable en sus grabaciones, no me quiero ni imaginar en vivo durante sus buenos tiempos. “Me han dicho que nadie canta
la palabra hambre como yo. Ni la palabra amor. Tal vez yo recuerde lo que
quieren decir esas palabras”. El libro está claro que gustará a los devotos de la cantante (aunque les irrite la paupérrima edición), muchas anécdotas son de sobra conocidas y otras no tanto. Respecto al lector menos interesado en el mundo del jazz y el universo de Holiday, podrá encontrar el retrato de una época y el alma de una artista irrepetible, también las virtudes y limitaciones de toda autobiografía. No me puedo resistir a incluir mi pieza favorita, una de las canciones que mejor expresan el desamor y el dolor de sentirse engañado: "Don´t Explain".