Al
parecer, desde que el mundo es mundo la extinción con mayúsculas ha hecho acto de presencia en al menos
cinco ocasiones. Y según el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), a los
habitantes del siglo XXI nos tocará ser testigos de la sexta y quizá peor de
todas. Meteoritos, un apocalipsis volcánico, supernovas, los agentes
devastadores han sido de lo más variado. En esta última, le tocará al hombre
hacer de ángel exterminador. A mis alumnos les choca cuando les digo que el ser
humano, junto a un cambio climático, pudo contribuir (y no poco) a la extinción
de la megafauna: mamuts, mastodontes y demás. Con herramientas de piedra y el
dominio del fuego, nuestro sapiens no tenía rival.
Aparte
del gran mundo y sus complejidades, que no es objeto de este blog, (si del
excelente libro de divulgación que tengo entre manos, Vida, la gran historia, de Juan Luis Arsuaga y que recomiendo), a
nivel humano la extinción también ha sido norma más que excepción. Los romanos
sembraron Cartago de sal, Carlomagno cortó el pescuezo a los sajones
recalcitrantes, armas, gérmenes y acero dieron el finiquito a las culturas
precolombinas y los judíos europeos fueron casi exterminados por el III Reich y
sus satélites. A día de hoy se habla de
“extinción cultural”, en correlación con la pérdida de diversidad biológica. El causante es la globalización y parece tan
inevitable como irreversible. En ese agujero negro se encuentra el mundo rural,
en el que nací, me crié y vivo. Quedan vestigios, casi fósiles, atavismos y
tradiciones folklóricas para atraer el turismo urbanita de domingo y puente. En
nuestra forma de ser, subsisten también residuos, algunos deleznables y otros, virtudes
que merece la pena preservar y transmitir.
Se
acerca la fecha de caducidad, sin duda. En mi ciudad, que los locales llamamos
pueblo, viven más de cuarenta nacionalidades y la vida campesina, el abuelo con
boina de fieltro fumeteando en la plaza y la abuela barriendo la calle al
amanecer, los niños jugando en las eras, no son más que fantasmas del pasado. Sombras,
de las que no quedan más que solares vacíos y casas de quintería hundidas. Las
extinciones pueden ser graduales o no, su velocidad es variable. Cuando Miguel Delibes escribió Viejas
historias de Castilla la Vieja, en 1964, el declive del mundo rural ya
era irreversible. Ha pasado mucho tiempo y la “España vacía”, bautizada así por
Sergio del Molino, se resiste a ser aniquilada, tanto que decide gobiernos. Son
sus estertores, en realidad. En nuestro país existen 3.000 pueblos abandonados. Hay en ellos un aura de misterio y exotismo,
Gwyneth Paltrow llegó a recomendar uno de ellos en su exclusivísima guía Goop, como
regalo ideal para Navidad. De hecho, árabes y rusos están invirtiendo en su compra e incluso hay un portal inmobiliario
especialidado para el que sueñe con no tener vecinos y respirar aire libre de
agentes cancerosos.
Aunque el esnobismo depredador nunca se da por vencido y te puede pasar como al protagonista de Los asquerosos (el inesperado best-seller de Santiago Lorenzo).
Foto libre de derechos (Pixabay) |
Estamos,
en cualquier caso, hablando del recipiente. Pero la cultura la hace el hombre y
Delibes ya anticipa o mejor, retrata, el derrumbe. Una demolición escalonada. Cuando murió Félix Grande, en mi ciudad invitaron a
Luis Landero a dar una charla y él se refirió a su amigo y a sí mismo, como
“los últimos eslabones” de esa cultura campesina. Así es. En apenas 77 páginas
Delibes nos lo explica. Isidoro es un muchacho que no encaja en el cerrado
ecosistema de su aldea, a principios del siglo pasado emigra a la ciudad a buscarse la vida. Sus huesos irán
a parar a las Américas y casi cincuenta años después regresa a casa. Espera ver
su pueblo tal y como lo dejó. Y ese ha sido el castigo del campo. No
evolucionar. En un mundo de cambios radicales, la cultura campesina ha
sucumbido a la lucha por la vida. Se ha extinguido o sido sustituida.
Isidoro
recuerda, a través de diecisiete estampas, “historias” de su vieja Castilla
(acotada a la Tierra de Campos, por lo que parece). Su llegada a la gran urbe
es representativa de la clásica fricción campo-ciudad. La balanza siempre estuvo desequilibrada: aún hoy,
rústico es sinónimo de ignorante y urbano, de persona educada y que sabe
comportarse. Por eso sus compañeros de estudios le cogen distancia y se burlan
de él: “llevas el pueblo escrito en la cara”, le dicen. Aunque al principio se avergüenza
de su impronta aldeana, no le cuesta mucho a nuestro narrador darse cuenta de
que no es tan malo ser de pueblo. Es casi bueno, porque “mientras el pueblo
permanecía, la ciudad se desintegraba” y
a la despersonalización urbana se impone el arraigo rural, tener tu
lugar asignado desde la cuna. Una cárcel para almas libertarias, un alivio para
los que gusten del nido caliente.
Hay
un tono nostálgico o desolador, según se mire, en Viejas historias de Castilla la Vieja. La maestría narrativa y
léxica de Delibes brilla en su máximo esplendor y no sin motivo el autor
consideraba estas breves historias lo mejor de su narrativa. Hay que preparar
el diccionario de la RAE, eso sí, en el que Delibes puso mucho empeño para incluir esas palabras ya sepultadas por el desuso. ¿Qué nos evoca a nosotros autillo,
hachones, almorrón, cascajo, jorco, esparavel, matacán, argayas, alcaravanes y
avutardas?
Más allá de su costra desoladora, hay cierto pulso costumbrista,
que con el paso de los años ha devenido casi en realismo mágico. Es una bruma
fantasmagórica que impone la distancia, el tema, el ambiente, los
comportamientos, son tan extraños que parecen fabulaciones. El tema de la lucha
por la supervivencia es palpable, el alimento se extrae de la tierra y la
cosecha vive a merced de los caprichos del tiempo, “el peligro más temido era
el cielo”, la helada negra (tardía) que chamusca los árboles, las nubes
cárdenas que presagian el pedrisco. En medio, los hombres y sus costumbres
ancestrales, todavía con el cordón umbilical que les une a la naturaleza sin
cortar. El páramo en pugna con el arado, los chopos testigos
de los noviazgos campesinos, las malas hierbas y sus flores indómitas, la caza
de la perdiz y el juicio de los grajos, que finaliza en ejecución sumaria. Un libro que contiene la esencia de un mundo
finiquitado. Con su dedo de nostalgia, pero sin esconder lo que era una forma
de vida anquilosada y rayana en la subsistencia.
Para
acabar, he encontrado un entrañable vídeo que un grupo de niños de esa España rural ha grabado en el CRA (acrónimo de Colegio Rural Agrupado) La Demanda, provincia de Burgos.
En mi región, trataron de aniquilar estos colegios desde el poder, arguyendo imaginativos
ahorros, pero se da la paradoja de que, al menos en la enseñanza pública, son los actuales laboratorios de innovación educativa: ¿resucitará el campo, convertido en vanguardia?
Hace relativamente poco leía, o mejor ojeaba, un ejemplar de Delibes en mi biblioteca, “Castilla, lo castellano y los castellanos”, es parecido al que nos muestras. Nadie como Delibes para mostrar esa esencia de Castilla y los castellanos, algo que hoy, como magníficamente señalas, es ya un mundo casi extinto, desde luego agonizante.
ResponderEliminarYo nací en el 67, entonces, Pozuelo de Alarcón, el hoy moderno y fastuoso municipio más rico de España en el que me crié, era antaño un pueblo de notorio ambiente rural, de huertas, eras, burros en el “Campo de la Estrella”, que era la zona del pueblo más agreste y agropecuaria, y ya sucumbió a la construcción masiva de urbanizaciones de lujo (entre ellas una archiconocida, “La Finca”), pues la chiquillería íbamos allá a dar de comer a las vacas, y montar en algún burro, a riesgo de ser sorprendidos por el capataz, o a robar membrillos y melones, que había muchos, y nos los comíamos escondidos en el arroyo, donde podías oír el incesante barullo de los gorriones y otros pájaros, ahora cuesta horrores escuchar esa algarabía de pájaros.
Por eso me siento plenamente identificado cuando leo a Delibes y ese mundo rural que, actualmente, se ha quedado desanclado de la era tecnológica. Delibes utiliza palabras (cierto lo de echar mano a la RAE) que expresan una relación profunda del hombre con la tierra, el entorno natural, esa unión es cada vez más exigua, y son palabras que han ido quedándose por el camino, que ya no se hablan, aunque al menos pueden leerse en los libros, pero a veces ni eso… yo he escuchado las reticencias de muchos, poco dados ante una “prosa arcaica”, que dicen, y me pregunto que sentido tiene leer literatura si renuncias a enriquecerte con las posibilidades que te brinda un idioma como el nuestro, bueno, allá cada uno.
El otro día caminaba por el campo, un domingo a primera hora de la tarde, y me encontré a una familia paseando, los padres acompañados de una hija, más o menos de catorce o quince años; salvo la madre, el padre y la hija no quitaban el ojo del móvil… y eso que nos sobrevolaba un precioso milano real, no demasiado alto… ¿lo miraron? ¿lo escucharon? No.
Una entrada excelente, amigo Gerardo, culta e ilustrativa, que nos deja un sabor agridulce.
Delibes me permite ver y escuchar a los gorriones, mojarme en los arroyos. Necesito tener sus libros junto a mí.
Precioso el vídeo.
Delibes supo preservar la esencia del campo castellano y menos mal, porque el progreso ha arrasado con esa forma de vida. No digo que no hubiera que cambiar cosas, porque era una existencia muy dura, pero al final solo queda el contenido: un decorado, bonito, pero yermo.
EliminarLa anécdota de la familia paseando sin dejar al margen sus pantallas, es signo de los tiempos que corren. Acabaremos sustituyendo el mundo real por el virtual y psicológicamente esto hará daño.
El idioma castellano en toda su plenitud está en esa prosa que algunos llaman "arcaica". No renuncio a leerla y en mi pequeño nicho de amateur, tampoco a usarla y cada vez más.
Me han gustado mucho tus recuerdos infantiles. Mi padre trabaja en la construcción desde hace 40 años y conoce bien esos pueblos "modernizados", también Alcobendas, Boadilla y otros. De hecho, estuvimos a punto de mudarnos a Morata de Tajuña a principios de los 80. El cambio es sideral, ¿le dedicarás a este tema, en el futuro, algún post?
Valoro mucho el tiempo que dedicas a dejarnos tus aportaciones.
Un abrazo.
Yo, como Paco, he leído hace mucho el ensayo "Castilla, lo castellano y los castellanos", pero no este "Viejas historias de Castilla la vieja". Tan vieja que ya no existe, desgajada entre La Rioja, Cantabria, y con el añadido de la región de León, convertida en el ente Castilla y León del que ahora mis paisanos quieren salirse. Pero bromas territoriales aparte, es lógico que el mundo cambie y evolucione, lo malo es que en España nos pasamos de modernos y llegó un momento en que no supimos discernir lo que había que aniquilar y lo que había que conservar (cosa que tan bien han hecho en Francia o Alemania o Reino Unido), aquí se terminó con casi todo y todo se sustituyó por lo más moderno. Se tiraron casas tradicionales de piedra para sustituirlas por chalets de hormigón y ladrillo. Rara es la casa en que el gas no ha sido sustituido por la vitrocerámica y la inducción (en las películas se ven hogares franceses y estadounidenses, encendiendo los hornillos de gas). Solo se han mantenido, en muchos casos, las ideas, en las que muchos siguen siendo de lo más conservador y hasta retrógrado.
ResponderEliminarLos españoles somos maestros en romper con el pasado, sobre todo con el que más merece la pena ser conservado.
Un beso.
Estoy buscando dicho ensayo, intuyo que contendrá algún fragmento de estas "Viejas historias", que son tan solo un conjunto de relatos (77 páginas, que la editorial ha ampliado incluyendo "La caza de la perdiz roja").
EliminarLo que refieres sobre la destrucción del medio rural en España, sobre todo en comparación con Europa, es muy cierto. Nuestro país ha despreciado o instrumentalizado el campo, es la tesis de Sergio del Molino en "La España vacía" y con matices, no va desencaminado. Últimamente se ven movilizaciones y un rebullir político, insólito desde la Transición. Veremos si no surge un movimiento del tipo de los chalecos amarillos. La despoblación asusta, pero parece irreversible.
Un abrazo.
Tendré que empezar a leer a Delibes, me encanta el lenguaje "arcaico" y te diré una pequeña manía: Cuando en un libro, no he tenido que buscar ninguna palabra en el diccionario, es como si la lectura se me quedará coja. Un abrazo.
ResponderEliminarYo he anotado bastantes y eso que no llega a 80 páginas. Es una buena costumbre. Delibes siempre ha sido uno de mis escritores favoritos, mereció el Nóbel más que otros, pero no tuvo "padrinos". En fin, no es poco que siga teniendo un buen nutrido grupo de lectores.
EliminarUn abrazo.
¡Hola Gerardo! Me produce tristeza el abandono del mundo rural, de tanto y tantos pueblos maravillosos abandonados. Respecto a Delibes..., ¿que te voy a decir que no hayas dicho o que no se sepa? He leído casi todas sus novelas, porque su prosa es inigualable, maravillosa (a mi modo de pensar y aunque sea arcaica), aunque esta no la he leído. No me importaría volver a sumergirme en su forma de narrar
ResponderEliminarUn beso!!
Este librito es Delibes en su esencia. La despoblación es una lacra, pero le veo difícil solución. Hay pocas oportunidades y la sensación de aislamiento puede llegar a ser asfixiante. Al menos, deberíamos preservar esa cultura campesina, que ya es historia.
EliminarUn abrazo.
Ojalá resucite el campo y esos pueblos abandonados tengan una opción de supervivencia más allá de convertirse en el capricho de un millonario extranjero. Abrazamos todo lo que huele a avance sin pensar muy bien hacia dónde avanzamos y lo que perdemos por el camino. No se trata de preservar a toda costa pues todo cambia y tampoco todo es digno de conservarse, pero hay valores del mundo rural por los que deberíamos luchar para mantener.
ResponderEliminarUn maestro, sin duda, Delibes.
Un abrazo
Preservar lo que ha de preservarse. Vista la posible extinción de cientos de pueblos, debería ser una prioridad política y social. Quién sabe lo que nos deparará el futuro.
EliminarUn abrazo.
Magnífica reseña. Gracias por presentarnos este libro. He leído a Delibes, pero no esta obra. Me ha encantado tu blog, me quedo de seguidora y te invito a que te pases por el mío si te apetece (es Relatos y Más, es que aparecen dos en el perfil).
ResponderEliminarUn abrazo.
No es de sus obras más conocidas, pero si creo que es representativa de sus temas y su estilo. Por eso la he traído a la llanura.
EliminarTe devuelvo la visita como seguidor.
Saludos.
Cuando se habla de lo rural y de lo urbano creo que hay cierto maniqueísmo: ni las ciudades son el infierno ni los pueblos son el atraso. Cada lugar tiene sus pros y sus contras, y creo que hay que saber conjugarlos para aumentar los pros y degradar los contras.
ResponderEliminarYo nací, me crié y sigo viviendo en una gran urbe, pero mis padres son de pueblos. Mis veranos de infancia discurrieron entre las brumas gallegas y los campos de trigo burgaleses, y según pasaba los años vi cómo el interés se centraba en 'urbanizarse'. El pueblo de mi madre, el gallego, quizás por ser mucho más grande, ya no tiene nada de pueblo y sí de ciudad (ahora, con el resurgir fanático del camino de Santiago, y dado que está en las puertas de Santiago, tiene un boom turístico). El pueblo de mi padre, es mucho más pequeño y no está en la ruta de ningún santuario así que se ha quedado en eso, en pueblo, pero interesado en otras actividades alejadas de la agricultura (cotos de caza y casas rurales). No sé si esto es adaptación a los nuevos tiempos, modernidad o simplemente supervivencia.
Delibes, un grande. Avutarda, autillo y hachones las conozco, las demás, ni idea.
Perdona el rollo.
Un abrazo.
Tendemos al "blanconegrismo" y cada vez mes. En términos tajantes es como se entiende la gente, los matices son para ilustrados, jaja.
EliminarMe gusta la alusión a tus orígenes, a principios del s. XX más del 60% de la población vivía en pueblos y hoy no llegará al 20%. El trasvase demográfico ha sido brutal (Sergio del Molino lo llama "El gran trauma"). Las alternativas de subsistencia de los pueblos son variadas, pero de su cultura ancestral poco va a quedar. Todo cambia y se transforma, son los tiempos.
Un abrazo.
Hola.
ResponderEliminarNo conocía el libro y por el momento no creo que lo lea, tengo demasiados pendientes, pero gracias por la reseña.
Por cierto, acabo de encontrar tu blog y me quedo por aquí. Te invito a pasarte por el mio.
Nos leemos.
Acepto la invitación, ya me tienes por allí.
EliminarSaludos.
Tengo muy pendiente volver a Delibes, y me suena que este libro lo tengo por casa, junto con el de "Castilla, lo castellano y los castellanos". Así como releer "El camino" y "Los santos inocentes".
ResponderEliminarSobre el lenguaje, siendo Delibes de donde es, y habiendo estado en contacto con el mundo rural, no suena a que su lenguaje sea impostado ni arcaico. Todo lo contrario, sino que es natural suyo.
Un abrazo.
Si, Delibes está en su terreno. Se lee en una sentada y resume a la perfección un estilo, un tema y una forma de narrar.
EliminarTe gustará.
Un abrazo.
Hola!
ResponderEliminarMiguel Delibes, un clásico! Uno de mis libros preferidos es El Camino. Lo recomiendo.
Saludos desde
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