jueves, 30 de junio de 2016

HOTEL PLAYA PARK, VACACIONES EN FAMILIA



Mientras preparo la temporada lectora-estival os dejo una locura de relato playero, premiado en el Certamen Literario Internacional Gran Hotel Puente Colgante-Rotary Club de Portugalete el pasado mes de abril (foto: 20minutos.es)

Acodado en la mesa, Adrián contempla a sus hijos escarbando en el plato de arroz. Apura la segunda cerveza y busca con los ojos a la camarera rubia con el tatuaje de letras chinas en el antebrazo. Puede divisarla al otro lado del comedor, la falda de cintura alta de color azul y aunque delgada, bajo la blusa a rayas rojas se adivinan unos pechos generosos.
Le ocurre siempre que va a la playa. El cuerpo femenino expuesto a la despiadada luz solar, tanta desnudez premeditada y directa, sin veladuras, le deprime. Tumbado en la hamaca, contempla a las mujeres que se interponen en su campo visual con enfermizo detenimiento: el cabello mojado, de apariencia correosa, adherido al cráneo; la piel achicharrada en los hombros, los lunares y manchas con formas caprichosas; los depósitos de grasa bajo la piel y las ramblas blanquecinas de estrías. En definitiva, la ruina del cuerpo humano, su morbidez, la lozanía tan efímera, casi un suspiro y la larga curva de decrepitud, peor o mejor disimulada. Adrián no repara en su propia devastación, porque como el naturalista que recorre la selva y cataloga insectos y especies raras de plantas, se excluye de su estudio.
Al mismo tiempo, como una balanza que se inclina hacia un lado u otro, la mujer vestida se revalorizaba a sus ojos y la misma señora que al salir del agua le hace volver la vista como si se hallara frente a la Gorgona, le excita en pantalones cortos, con los labios pintados y una blusa vaporosa desabotonada exhibiendo el escote moreno, que antes rechazara en toda su amplitud.
Por fin la camarera rubia pasa a su lado. Adrián le hace un gesto con la mano para que se aproxime. La muchacha se para en jarras delante de la mesa y anota la tercera cerveza y se inclina levemente para dejarle la factura con el número de habitación, que Adrián le recuerda mirándola de arriba a abajo, mientras se recrea en las gotitas de sudor que afloran sobre sus labios y la porción de sujetador que asoma a través de la camisa al agacharse. Firma con aire indolente y recrimina a sus hijos que se hayan vuelto a dejar casi toda la comida en el plato, luego se vuelve para sonreír a la camarera y palparla con los ojos por última vez, pero ésta, para su decepción, ya se ha ido.


***
Tiene dieciséis años, aunque aparenta más. Se mueve por el comedor con la barbilla en un ángulo de noventa grados exactos respecto a su tronco, mirando de frente como la quilla de un barco. Lo hace despacio, como si anduviera sobre una pasarela y todos los flashes estuvieran pendientes de sus movimientos. Princesa de extrarradio, se convierte en sapo si abre la boca, por donde escapa su condición de niña criada casi en la calle, entre tertulias de peluquería, reality shows, peleas a gritos con su madre, a la que ya domina y muchas horas de botellón y discoteca de polígono. Tiene algo de acné, que disimula con un maquillaje resistente al agua y un piercing en la lengua. Ha venido con su familia y su novio a pasar una semana de vacaciones, que se han costeado en régimen de todo incluido, gracias a la venta de dos plantas de marihuana. Su chico la abraza por detrás, rozándole con sus pantalones ajustados. Lleva un vistoso tupé, que antes de ayer fue cresta y mañana será según Cristiano Ronaldo convenga y las cejas perfiladas, como un fino bordado sobre los ojos. Cultiva el cuerpo en el gimnasio, aunque poca cosa, press de banca, curl de biceps y mucho batido de proteínas para acabar de definir.
La princesa de extrarradio se acaba de cruzar con Adrián en el buffet, que la recorre de arriba abajo, deslumbrado y desvía la mirada justo a tiempo, porque su príncipe, alerta, es el típico macho alfa dispuesto a defender a golpes lo que cree de su propiedad.
Tan absorto está en aquella delicada pieza de porcelana de todo a cien, poco mayor que sus hijos, que no advierte la presencia de una mujer solitaria, nota discordante en aquel hotel familiar, pero no insólita en los tiempos que corren. Delgada a fuerza de grandes sacrificios, Soledad mastica su pescado a la plancha contando el número de veces. Tiene cuarenta y tres años. ¿Por qué viaja sola? Es difícil saberlo. En el hotel los camareros hacen cábalas, sobre si espera a su marido o si ha habido algún tipo de disputa conyugal durante el viaje y ella ha decidido quedarse allí contra todo pronóstico. Mejor sola, que mal acompañada. Los más lanzados prueban a darle conversación cuando se acercan a recoger los platos, sin pasarse, porque el metre vigila como un Gran Hermano controlador y planean audaces incursiones a su habitación cuando acaben su turno.
A veces estar solo es reconfortante y ayuda a olvidar. Pero otras conduce a la infelicidad porque el hombre, mal que nos pese, es un animal sociable y uno debe cuidarse de no convertirse en eremita, que es la forma extrema del solitario, si quiere que su cordura siga campando por el mundo con cierta firmeza.
Nuestra protagonista parece que sufre una soledad no deseada. De hecho, se refugia en la manada, no ha elegido un hotel solitario en una playa inhóspita, sin más compañía que las dunas, que cambian de forma caprichosamente con el viento. Estar rodeada de gente la hace sentir reconfortada y se dedica a escrutar. Quizá, incluso siente algo de poder entre sus manos. Sabe que la mayor parte de los hombres de la sala encontraría la manera de desembarazarse de sus esposas o novias por unas horas y acudir a su llamada si entreabriera un poco sus piernas incitándoles. Su mesa individual, es su trono de reina en la sombra, de cazadora agazapada en espera de su presa.
Ahora fija sus ojos en Adrián, que bebe en calma y anima a sus hijos (otra vez) a acabarse la comida del plato. Lleva dos días observándole, sabe que está solo, casi seguro es un padre divorciado. Ha visto como se le van los ojos detrás de las camareras; quizá tras ella también, quizá ha reparado en su soledad y la piensa, la intuye, incluso puede que ahora mismo se gire hacia ella, o se dirija a su mesa y le pregunte la hora o intente algún tipo de conversación absurda para romper el hielo.

***
Al salir del comedor, los hijos de Adrián corren a las videoconsolas que hay colocadas en el hall, junto a una mesa de billar y una máquina de dardos. Él se acerca a la cafetería. Agita su pacharán con hielo, mientras un noruego de planta inmensa se coloca a su lado y pide en un correcto inglés un café con leche.
El noruego lleva los brazos tatuados por completo. Son temas de la mitología nórdica, el martillo de Thor restalla y se yergue entre las nubes en su antebrazo izquierdo. En el derecho, Odín juguetea con sus cuervos, su larga barba se derrama en tinta verde azulada cubriendo casi toda la piel. Por sus venas corre sangre vikinga, sin duda. Quizá alguno de sus antepasados saqueó a conciencia monasterios y aldeas indefensas, cercenando brazos y cabezas con su hacha.
Adrián se aleja un poco, por miedo a que su presencia pueda despertar al antiguo guerrero de su sueño genético y el nórdico, solo por diversión, le aplaste el cráneo con una sola mano. Entonces llegan tres niñas, tres pequeñas niñas rubias, que se sientan silenciosas en una mesa y su padre se acerca a ellas, sin hacer ningún aspaviento. Las niñas se comportan con una quietud y hablan con un tono de voz tan bajo, que Adrián inevitablemente alarga el cuello para contemplar cómo sus hijos se tiran del pelo y se pelean a gritos disputándose los mandos de la Playstation y piensa en cómo los descendientes de esos feroces guerreros que asolaron las costas de Europa durante siglos se han transformado en seres dóciles, tranquilos, de exquisitos modales y silenciosos.
Adrián apura su copa y se dirige a donde están sus hijos. Cruza su mirada con una mujer algo más alta que él, voluminosa pero no gorda, fuerte y bien formada. Lleva tatuado en la espalda un árbol, del que se retuercen sus innumerables ramas. Ha sonreído a Adrián al modo nórdico, esto es, con los ojos azules chisporroteando y no va a dejar de seguirlo con la mirada, siempre que su marido no la vea, durante todas las vacaciones.
Adrián tiene suerte, porque dos mujeres siguen sus movimientos. Pero él no deja de pensar en la princesa. Para colmo, al coger el ascensor para subir a la habitación, se ha cruzado con ella, que bajaba en bañador. Su cintura esculpida con perfección, la piel marmórea, sin esquistos, bruñida como una esfera perfecta; los pezones puntiagudos bajo la camiseta, anudada por encima del ombligo, le han hecho sudar. Han sido unos segundos, porque sus hijos han querido pasar antes de dejarla salir y ella ha hecho una mueca de disgusto, sin bajar la mirada, eso nunca, levantando los brazos para no tocarlos, como si tuvieran sarna y Adrián le ha sonreído, pero apenas ha recibido un imperceptible movimiento ascendente de barbilla como respuesta.
Mientras la puerta del ascensor se cerraba, todavía ha podido contemplarla un poco más. A Adrián le cuesta reconocerlo, pero le atraen las mujeres jóvenes. Considera que, como las rosas, que florecen en todo su esplendor por un instante, a la mujer le sucede lo mismo. Se relame pensando en la muchacha y cuando llega a la habitación, se olvida de mandar a sus hijos a dormir la siesta y se asoma al balcón. Recorre la piscina escaneándola, hasta dar con la princesa, que se sumerge en ese momento en el agua, lentamente, sin bajar la barbilla, como hacen los hipopótamos.

***
Soledad juguetea con la nota manuscrita que le ha dejado su camarero habitual, con el que iba cogiendo cierta confianza: Acabo mi turno a las seis. Subiré a tu habitación, deja el cartón de “por favor, arregle la habitación” si te interesa pasar un buen rato. Así, qué desfachatez. Qué atrevido. Soledad acaba de pintarse las uñas y sopla sobre el esmalte. Luego busca con la mirada el cartón y le da vueltas: Por favor no molestar, en color rojo. Por favor, arregle la habitación, en color verde. ¿Por qué no habrá en ámbar, como los semáforos? ¿Dejas que me lo piense? Una aventurilla le vendría bien, pero no sabe qué hacer. Aunque se considera una mujer liberada, su educación puritana revive y la atosiga, como un insoportable Pepito Grillo. En cualquier caso, una vez con el camarero dentro de la habitación, ¿cómo será? Si el camarero es de los que ha descubierto y mimetizado su sexualidad con buenas dosis de cine para adultos, probablemente esperará que se ponga de rodillas, así sin más. Pero ella preferiría algo de música, poner la habitación en penumbra, ¿dónde habrá unas velas?
Las cinco y cuarto. No, las cinco y veinte. Soledad pasea nerviosa, se recorta el vello del pubis con unas tijerillas y vuelve a ducharse. Luego se pone una camiseta amplia y se quita las bragas. No, demasiado. Se las vuelve a poner. Se dice que no es un objeto, que ella es la que elige. Tiene la sartén por el mango. Le dará largas. Pero tan solo tiene una semana, ya ha consumido casi tres días de sus vacaciones. Y es guapo; bueno, no está mal. Moreno, con esa rúbrica árabe que todos los españoles niegan, porque se creen celtíberos o visigodos. Podría hacer como Sherezade y dejarlo con la miel en los labios, recibirlo desnuda y decirle que tiene la regla, pero que puede subir mañana y darle un beso de tornillo o agarrarle la mano, seguro que se pondría nervioso en este punto y morder uno de sus dedos, mejor chuparlo, eso les pone, los hombres casi disfrutan más mirando que haciendo.
Seis menos diez. Todavía juguetea con el cartón de la habitación, pero de tanto manosearlo acaba rompiendo el asa. ¿Ahora qué hago? Se dice. Sale a la puerta, mira a ambos lados. Trata de poner el cartón sobre el picaporte, pero se cae. Apresuradamente, sale de la habitación. Recorre el pasillo buscando otro cartón. Nada. Baja a la siguiente planta y encuentra uno, pero cuando vuelve a subir, divisa a su camarero, que está delante de la puerta. No se ve con fuerzas de llamarle desde el fondo del pasillo, agitar el cartón en verde: espérame, que voy. El muchacho golpea con los nudillos, visiblemente azorado. Soledad se ha escondido en el hueco de la puerta de otra habitación y le contempla. Le castañetean los dientes. Por fin el camarero pierde la paciencia, suelta un exabrupto y se aleja con paso marcial. Soledad se da la vuelta y simula estar abriendo la puerta de la habitación, hasta que escucha alejarse el eco de los pasos del camarero. Respira con alivio y entonces se abre la puerta. Uno de los hijos de Adrián contempla a la mujer, medio desnuda, en el umbral.
—Papá, hay una señora en la puerta.
— ¿Y qué quiere?
—No lo sé, se ha ido.
Adrián frunce el ceño y de tres zancadas se planta en el pasillo. Apenas si vislumbra las piernas de Soledad regresando a su habitación. Decide seguirla y llama a la puerta. Soledad da un respingo y abre, nerviosa. Le sorprende encontrarse cara a cara con Adrián. Éste repara en los pechos puntiagudos bajo la camiseta y las uñas recién pintadas, se siente cohibido y no sabe qué decir. Así se quedan un rato mirándose, como chimpancés delante de un espejo.
—Antes me he equivocado—consigue articular Soledad—lo siento.
—No hay que sentirlo, responde Adrián.
Y entonces cambia el modus operandi. Comienza el flirteo entre los dos, que se devuelven las puyas como si jugaran al bádminton. Sin darse cuenta, al menos de manera consciente, Adrián avanza hacia delante y Soledad retrocede. Es un baile sencillo y ancestral. Los dos se mueven en direcciones opuestas, pero a diferente velocidad, con lo cual están destinados a encontrarse. Y lo hacen.

***
La princesa de extrarradio contempla el cuerpo tatuado del vikingo, que de pie en el borde la piscina, con el pantalón mojado y adherido al cuerpo, se deja morder por el sol del Mediterráneo. Su silueta destaca como un coloso. La princesa, adquiriendo una pose insinuante de Lolita, traga saliva y se siente atraída por el nórdico. Su hombre, apurando un mojito, vigilante, se percata de la escena. Calibra el siguiente movimiento y finalmente se incorpora y sacando pecho se coloca al lado del vikingo. Los dos hombres se miran. El nórdico, bonachón, le sonríe y masculla una palabra amable en español. El macho alfa se siente provocado y blande el índice amenazante: cómo la vuelvas a mirar… y choca su puño contra la palma de la mano, mordiéndose la lengua. La princesa, que presencia la escena, se incorpora como un resorte y le aparta de un empellón. Sigue una escena de gritos, que el vikingo contempla impertérrito. Por fin la mujer del árbol tatuado interviene, silenciosa, coge del brazo a su marido y los dos se tiran al agua.

***

En la penumbra de la habitación, Adrián se afana detrás de Soledad, agarrándole un pecho por debajo en acrobática postura y culeando con ritmo pausado, tratando de retardar la hemorragia. Tiene mucho calor, y tantea entre las sábanas, pero no encuentra el mando del aire acondicionado. Se pregunta a qué vendrá tanto alboroto en la piscina… 

lunes, 20 de junio de 2016

"Un hombre llamado Cervantes" de Bruno Frank

Una de las ventajas de la relectura es que, sabido el argumento y conocidos los personajes, la atención puede centrarse en cuestiones que quizá pasaron desapercibidas o en las que no se reparó lo suficiente por primera vez. Me está pasando con El Quijote, especialmente en la segunda parte. Estoy asombrado por la modernidad, el ingenio y la habilidad de Cervantes. He querido acercarme al autor y me ha sorprendido comprobar, en primer lugar, que apenas fue celebrado en vida. Su fama, ciertamente, fue más bien modesta. Nada que ver con Lope de Vega, por ejemplo. Y tras su muerte cayó en el olvido. Un ostracismo que duró lo suyo. Cuando por iniciativa inglesa, ya en el ilustrado siglo XVIII, Cervantes fue valorado en su justa medida, se sabía poca cosa sobre el creador de don Quijote. Los hacedores de la Historia se pusieron a la tarea y fueron reuniendo las piezas, escasas y dispersas, del puzle cervantino. Un compendio documental amasado a fuerza de tesón y casualidad. Quedaron definidas las líneas maestras de su biografía, con grandes zonas de penumbra, eso sí. Buscando y leyendo sobre Cervantes, incapaz de hacer frente a la monumental biografía de Luis Astrana María, di con esta novela de Bruno Frank, Un hombre llamado Cervantes editada al calor de los fastos del centenario, que ya languidecen, por Almuzara.

La novela fue publicada en 1934 y su autor, un alemán de origen judío exiliado de la Alemania nazi que acabó en EEUU escribiendo guiones para Hollywood. Efectivamente, cuando todavía no se habían apagado los rescoldos del incendio del Reichstag, Bruno Frank, con buen criterio, hizo las maletas y abandonó su querida Alemania. Y en los meses sucesivos compuso esta novela sobre Cervantes, con el estremecimiento del exilio en los huesos, mientras le llegaban noticias nada halagüeñas de su antigua patria, como la quema de libros en la Plaza de la Ópera de Berlín o las primeras leyes raciales, que desembocarían en los decretos de Nuremberg en 1935. ¿Cómo iba a librarse la novela de ese aliento dramático, de fin de época? De esa electricidad, de ese nervio, ¿cómo no iban a influir a la hora de dibujar sus personajes? Me he sentido y todavía estoy bajo su efecto, muy impresionado por esta recreación de Cervantes y su época. Un hombre que es derribado por el destino una y otra vez, pero tan valiente, con tanto coraje, que siempre se levanta y regresa al ring dispuesto a plantar batalla, si se me permite esta comparación. La tenacidad de Cervantes me ha evocado aquella frase tan conocida de Samuel Beckett: Da igual, prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.


Foto (grupoalmuzara.com)
Leyendo El Quijote me había hecho una idea sobre su autor fundamentada en sus personajes, mi intuición y algún detalle biográfico más o menos conocido. Esto es harto peligroso, porque en cierto modo el escritor se puede disociar de su obra. Pero algo queda, estoy convencido. El caso es que mi dibujo de Cervantes era un tanto contradictorio. Valiente, vitalista, pero también algo hastiado. Una persona con sentido del humor, pero desengañada de la vida. Un tipo de personalidad donde palpitaba la ironía y una inteligencia sublime, clara y transparente, pero al mismo tiempo difícil de traspasar. Un hombre llamado Cervantes me reafirma en gran parte y si acaso contribuye a darle un tinte más heroico y añadir algo de dramatismo. Es un Cervantes que carece de sombras, eso sí. Una especie de santo del fracaso.

Desconozco las fuentes documentales que utilizó Bruno Frank para componer esta biografía, donde por supuesto hay pasajes inventados. Hubiera estado bien un estudio introductorio, la edición hubiera ganado empaque y no parecería tan oportunista. Supongo que utilizó la biografía más completa sobre el autor por aquel entonces, que al parecer era la de James Fitzmaurice-Kelly (esto lo he buscado en Internet, no me toméis por un erudito). 

La acción comienza con la llegada del joven cardenal Acquaviva a Madrid, narrada con una gran viveza. Desde las primeras páginas creo que el lector se da cuenta de que no está ante la típica novela histórica, sino ante una historia de aventuras con todo el sabor de los clásicos. Desde luego, la literatura centroeuropea de entreguerras rayaba a un gran nivel, no está de más recordar a los también exiliados Thomas Mann o Stefan Zweig, autores que también comparten con Frank el dudoso honor de haber alimentado las hogueras de la Plaza de la Ópera con sus obras. Como iba diciendo, el citado cardenal tiene un encuentro con Felipe II, personaje adobado de leyenda negra y que emerge en varias ocasiones, como contrapunto al propio Cervantes. He leído que la crítica ha subrayado cierto paralelismo, deliberado o inconsciente, con Hitler. Puede ser. Felipe II era un rey fanático, obsesionado con la fe y que sacrificó a su pueblo por un dogma, el catolicismo y por preservar el patrimonio que había recibido de su padre el emperador Carlos V. La cuestión de la limpieza de sangre, de la que Cervantes hizo mofa en el famoso “retablo de las maravillas”, bien podría asimilarse con las leyes raciales del nazismo. En fin, parece que Bruno Frank se sirve del pasado para hablar de su presente, intuye el desastre, cuando retrata con singular fatalismo los preparativos de la Armada Invencible y la reacción de extremada frialdad del rey ante su fracaso y el sufrimiento de sus súbditos.


Cenotafio dorado de Felipe II y su familia, en El Escorial (foto: fuenterrebollo.com)
Pero sigo con la narración del argumento. Cervantes sale de Madrid como profesor de castellano de Acquaviva; no hay por tanto rastro de la condena por haber participado en un duelo que según los historiadores fue la que llevó fuera de Madrid a Cervantes. Quizá Bruno Frank desconocía este dato. De lo que si hay certeza documental es de la estancia de Cervantes en Roma, como ayudante del cardenal. Desde allí se enrola en la compañía de Diego de Urbina y combate en la batalla de Lepanto, quizá el episodio cervantino más conocido. En la novela Cervantes pierde la mano, y de la herida le queda un muñón, aunque al parecer no fue así. En la ilustración de la portada del libro, por cierto, han tenido la mala fortuna de recalcar lo del muñón y para colmo en la mano derecha. El caso es que Cervantes pelea como un león, a pesar de la fiebre, recibe varias heridas y se repone a los pocos meses. Continúa como soldado y por fin, con una carta de recomendación del mismísimo don Juan de Austria, regresa a su patria junto a su hermano, con el que ha coincidido en su periplo italiano. En la novela Cervantes encuentra a Rodrigo después de Lepanto y yo he leído que combatieron juntos en la famosa batalla, pero tampoco es cuestión de destripar aquí las imprecisiones históricas que pueda haber cometido Frank, más teniendo en cuenta que la novela fue escrita en 1934 y en especiales circunstancias y que yo tampoco soy un experto cervantino. Aquí estamos para hablar de literatura y en Un hombre llamado Cervantes hay momentos de gran altura, de los que he disfrutado mucho y por eso quería compartirlo en la llanura. Los episodios del presidio en Argel son fabulosos. Se nos dibuja a un Cervantes incólume al desaliento, leal, valiente y con un sentido del honor que de recuperarse, causaría un efecto en nuestra época similar al de las aventuras de don Quijote en la suya. El regreso a España es de una amargura sin límites, uno asiste con tristeza al deambular de Cervantes tratando de hacerse un hueco en el mundo de las letras, sin conseguirlo, mendigando una prebenda, siendo humillado sistemáticamente por un sistema que al final le ofrece las migajas: recaudar impuestos a unos exhaustos campesinos para financiar la locura de la Armada Invencible. Tarea que Cervantes emprende con inusitado sentido de la justicia y que le lleva a la cárcel de Sevilla, cuando quiebra el banco donde había depositado el dinero recaudado.

Allí, tras aquella cárcel, verdadera escuela de picaresca que Cervantes asimiló, añadiéndola a su bagaje vital, luego convertido en literatura; en un presidio donde para salir había que cruzar tres puertas, la de oro, la de plata y la de cobre, llamadas así por la cuantía del soborno, fantasea Frank, se gestaron las andanzas de don Quijote. Entre sus muros, cuando Cervantes después de una vida de sinsabores ha tocado fondo, emerge el personaje que le dará la inmortalidad literaria y donde, según Bruno Frank, el autor vuelca todos sus desengaños, su tira y afloja con la vida, el conflicto entre sus valores y creencias y los del tiempo y circunstancias que le han tocado vivir. Aquí acaba la novela, coincidiendo con la muerte de Felipe II. Así acaba el tirano, inmóvil en su propia podredumbre y comienza el mito de nuestra obra más universal, con las herraduras de su rocín tropezando sobre suelo español, pero con su cabeza, noble y ridícula, muy cerca de las estrellas. 

miércoles, 8 de junio de 2016

Lector polígamo



Foto: elespejogotico.blogspot.com

Admito que la palabra en sentido literal da lugar a equívoco, pero me vino anoche a la cabeza, mientras trataba de conciliar el sueño. Al caer —hay quién se echa en la cama o acuesta, yo caigo, literalmente—en la cama y tratar de cerrar los ojos, dar las ocho vueltas de rigor, recibir varias patadas de mi mujer porque la temperatura del termostato ya espanta el deseo de calor humano —a menos que afloren ciertas necesidades, pero sobre esto no hace falta decir más—, me topé con una verdadera fiesta en mi cabeza. 

Eché un vistazo a las manecillas luminiscentes del despertador y fue entonces cuando comencé a pensar, que es justo lo que no hay que hacer. Lo mejor es practicar la respiración profunda, mindfulness o hacer algo mentalmente tedioso, como repasar la tabla de multiplicar. Me dije, “este estado de excitación es porque eres un lector polígamo” y luego “sobre ello vas a escribir mañana, y te dejas de tanta reseña”. Y pudiera ser, porque desde hace unos días—no siempre es así, no soy tan vicioso—comparto cama lectora con varios libros.

 A media mañana, en lo que viene a ser el recreo, desayuno con Paul Auster en Brooklyn follies. Siento una gran afinidad con el escritor neoyorkino, me identifico plenamente con sus historias, con esa idea de que el azar gobierna nuestras vidas, imprimiendo a veces un giro de timón. Los críticos dicen que abusa de este recurso, pero a mí me encanta. Son libros con historias dentro de historias, sorpresas y giros azarosos, pero es que además, hay una melodía de fondo, poética, reflexiva. De cierta melancolía, de luna llena flotando sobre el puente de Brooklyn y danza de luces de semáforo en algún cruce de avenidas. Tengo que confesar que también me identifico con su forma de escribir; entiendo que la reencarnación entre dos personas vivas no es posible, pero si existiera un órgano del escritor, por ahí escondido, entre el bazo y el hígado, y este además pudiera trasplantarse, mi cuerpo no rechazaría el de Paul Auster; al contrario, lo acogería de buen grado. Bueno, envidia sana aparte, el libro me gusta, me llevará tiempo, pero dentro de un par de semanas tendré más hueco disponible para aventarlo. 

Seguro que más de uno, si ha llegado leyendo hasta aquí, se pregunta, ¿por qué no te lo llevas a casa y lo acabas en un par de días, tú que eres lector fórmula 1? ¿Por qué a sorbos pequeños y con veinticuatro horas de paréntesis? Pues por poligamia, lo que es el tema de este post. Porque en casa tengo otro esperándome, sobre el brazo del sofá. Además, siempre me tengo que fijar por donde voy, porque a mi hijo pequeño le gusta quitar el marcapáginas. A este amante le dedico el hueco de la comida, últimamente en lugar de ver las noticias, leo. Es media hora o poco más, pero sienta mejor que un postre. Tengo entre manos Pregúntale a la noche, de Eduardo Jordá. El título tan sugerente procede de un proverbio de Burundi que dice así: “Si quieres saber lo que ocurre durante la noche, pregúntale a la noche”. El protagonista, un sacerdote belga, se ve inmerso en un estallido de violencia étnica entre hutus y tutsis. El autor recrea ese ambiente de pesadilla y construye una novela potente, narrada con precisión quirúrgica, con permanentes fogonazos, casi destellos que van definiendo la historia. Todo trenzado con habilidad. La historia gira en torno al citado misionero y cuatro mujeres, que tienen en común la soledad en sus diversas formas: la marginación, la represión interior, la angustia existencial, etc. En fin, como para no darle vueltas en la cama. Es una historia perturbadora, que ganó el Premio de Novela de Málaga 2007, pero yo encontré en un mercadillo de saldo por 3 €. Así son las cosas en España. 

Foto: pinterest.com

Estaréis pensando que soy un flojo, que dos libros a la vez tampoco es para tanto. Sigo. Estoy leyendo la segunda parte del Quijote, tres capítulos por semana. Este aperitivo, mi mojito veraniego, tiene un efecto más refrescante que perturbador. No me quitan el sueño don Quijote y Sancho, si acaso me hacen reír, pensar y recrearme, como el mirón playero hace con todo el escaparate de cuerpos semidesnudos. En esa playa cervantina también está la naturaleza humana en paños menores, nadie debería morir sin leerlo varias veces. 

La verdadera perturbación llega por la noche, cuando mis hijos duermen. El televisor y yo somos un matrimonio mal avenido, de los que llevan siglos sin acostarse juntos. Es lógico, he tenido que sacrificarlo si quería seguir por este camino. Como decía, cuando hay silencio en mi casa es cuando escribo. Tengo en la mesa un par de libros de poesía, de Eladio Cabañero y Francisca Aguirre (os hablaré de ella un día de estos). Me ayudan a entrar en ambiente, generan en mi cuerpo el estado de ánimo adecuado para escribir. Desde hace varias noches estoy revisando un relato que escribí el año pasado y al final se fue de páginas, es casi -casi- una novelilla. Escribir me parece tan difícil que no puedo dejar de repasar, pulir, arañar, quitar. Y nunca acaba la cosa de gustarme. Admiro a esos escritores clásicos que producían tochos de su puño y letra, escribiendo casi al compás de su propia voz. Yo no puedo, las palabras salen bien, escribo y leo rápido, es una suerte. Pero luego se me atragantan. Pasa el tiempo y se oxidan, no sirven gran cosa. El caso es que tengo un carácter tenaz y aunque hay cosas que acaban en la papelera —de reciclaje, sea real o virtual—otras las dejo dormir y luego recupero. Estos días estoy con este relato, al que titule al principio Destinatario desconocido y luego no me gustó, porque se parecía demasiado al librito de Kressman Taylor, Paradero desconocido y aunque tienen en común una carta que nunca llega a su destino, es por razones totalmente diferentes. Pues estoy embebido en esta tarea. Hay fragmentos verdaderamente lamentables, de vergüenza ajena. Otros me parecen salvables y creo que la nueva versión está quedando mejor que la anterior. Lo más probable es que pase otros cuantos meses en el limbo y la rescate de nuevo y así, hasta que me harte o la presente a algún concurso por si suena la flauta. Estoy pensando que además de polígamo soy onanista, porque al tiempo que corrijo me estoy leyendo a mí mismo. Es lógico acabar loco y tener las pestañas como hormigón al acostarse, cualquiera las cierra. 

Llevaba tiempo sin  escribir por la tarde, hace bastante calor en La Mancha, treinta y cinco grados y el polen del olivo bombardea mis mucosas. Mis hijos acaban de llegar de la peluquería, qué guapos están. Me voy a por un helado, a vuestra salud. Ah, y os dejo el fragmento. No os he contado nada de su argumento, pero básicamente es una historia de amor entre dos personas, solas y vulnerables, que se conocen por casualidad; el azar hace un nudo con los dos y este azar lo deshace. Paul Auster, mi futuro donante, debe estar riéndose y meneando la cabeza: este tío... 

Recuerdo la habitación en penumbra y el rayo de luz que atravesaba el hueco entre las dos cortinas, amarilleando una porción de pared, parte de la cama y la boca de Nieves, abierta como la flor de un crisantemo. Parece que aquellos besos quedaron de alguna manera preservados en el interior de mi boca. Que mis papilas gustativas los hicieron incorruptibles. Es el único recuerdo que puedo revivir con los cinco sentidos. Si pienso mucho rato en ella se me eriza la piel, porque siento la presencia de sus dedos palpándome; inhalo su perfume, que parece flotar en el aire y noto el tacto sedoso de su pelo, que aquella mañana resbalaba entre mis manos como el agua de una catarata al tocarlo. Escucho, su respiración intercalada entre el chasquido de nuestros labios al besarse.
Post Scriptum: al final la novelilla salió. Se puede descargar en PDF gratis.

jueves, 2 de junio de 2016

"Campesino trágico" y "El encuentro" de Eladio Cabañero



La llanura manchega. Autor, Dsevilla
La llanura manchega (autor: Desevilla, foto: http://www.sabersabor.es/)

Eladio Cabañero nació el 5 de diciembre de 1930 en Tomelloso y murió en Madrid en el año 2000. El motivo por el que llegó a ser uno de los más destacados poetas de su generación me reafirma en la idea de que el talento es innato, aunque la experiencia, el ambiente y la propia suerte contribuyan a levantarlo y darle forma. El poeta, de origen humilde, tuvo una infancia llena de privaciones, aunque feliz: “mucha gente no viviría bien, seguro, pero el tiempo de los niños es hermoso”, afirma en “Antes, cuando la infancia”. Hasta que llegó la guerra civil y “el cielo no volvió ni fue ya claro”. El padre de Eladio, condenado a muerte, fue ejecutado el mes de mayo de 1940. Aquella pérdida marcó su vida para siempre. La sensación de desvalimiento impregna muchos de sus versos, un desamparo en el que ahonda al emigrar a Madrid con unos treinta años. Y es que Eladio fue privado por dos veces de su placenta: primero de la infancia, que concluyó de manera abrupta con la muerte de su padre y luego del entorno humano y natural que le vio crecer. El paisaje, la memoria, el hombre, son el material sobre el que se asientan sus versos, sobre el que construyó además su vida. El destierro, la pérdida, pueden considerarse la argamasa.

Eladio Cabañero trabajó desde niño, primero en el campo y luego en los albañiles. Según se cuenta, un maestro le enseñó a escribir con soltura a cambio de que le levantara un tabique en su casa. Fue poco antes de hacer el servicio militar. Lo cierto es que el Eladio albañil frecuentaba la biblioteca municipal, donde enseguida llamó la atención de Francisco García Pavón, que le condujo por la senda de Bécquer, Garcilaso y otros. Por allí merodeaba, en una conjunción tan inverosímil que debe ocurrir cada cien años o más, el también poeta Félix Grande. Y no muy lejos, aunque algo más joven, el pintor Antonio López García. Si la sensibilidad y el talento fueran inflamables, Tomelloso en aquellos años hubiera sido pasto fácil de las llamas. 
Eladio Cabañero junto al también poeta José Hierro (foto: manuelrico.blogspot.com)

Eladio desarrolló el grueso de su obra en poco tiempo, básicamente entre 1956 y 1963. Después se encargó de tareas editoriales, dirigiendo La Estafeta Literaria y trabajando en la editorial Taurus. En Desde el sol y la anchura (1956), extrajo toda la pulpa del universo campesino en el que se desarrolló su infancia y juventud, pleno de naturaleza y metáforas. En Una señal de amor (1958), accésit del Premio Adonais, introdujo nuevos temas, como el amor, lo urbano y la revalorización del pasado. Recordatorio (1961) supone una vuelta a la infancia y la adolescencia, en palabras de Manuel Rico “como una suerte de paraíso perdido”. Marisa Sabia y otros poemas, por el que le fue concedido el Premio Nacional de Literatura en 1963 constituye el colofón de una obra por la que recibió el Premio de la Crítica en 1971. El Ayuntamiento de Tomelloso editó sus obras completas en 2001 y más recientemente Pedro A. García Moreno ha preparado una selección para la Biblioteca de Autores Manchegos con el título de Palabra compartida.

Desde el principio reconocí en Eladio su autenticidad, la falta de imposturas, la intensa humanidad de sus versos. Me identifiqué con su delicada sensibilidad, chocante si se compara con la aspereza del territorio físico y humano que le vio nacer y al que él, sin embargo, siempre se retrae. El poeta captó la esencia de La Mancha campesina, su paisaje, la vida cotidiana de unas gentes que hacían de lo ordinario algo heroico. Hombres y mujeres humildes que evocan mis raíces y por ello quizá los versos de Eladio, más allá de su perfección, me conmueven. Al menos esta circunstancia ha pesado a la hora de seleccionar uno de sus poemas y es que,  “algo de surco corre por mis brazos, algo de tierra espesa por mi sangre”.

Campesino trágico (Desde el sol y la anchura, 1956)

Destinado en la historia, cuerpo a cuerpo,
trabaja sin cesar, monumentando su sudor,
tuétano y levadura de los huesos,
trabaja las raíces y las piedras,
coágulo de Dios, escalofrío de la muerte,
descoyuntando heridas y cauterios
a la tierra yacente y dolorida.

Echado a los paisajes,
guijarros de dolor son sus rodillas.
siempre a contra crepúsculo,
pisando por los surcos cruza hincándose
en los poros la tierra caldeada.

Duele en el campo el viento y las mandíbulas
y otoño maldiciendo los barbechos
desde la anatomía de la muerte.
Duele mirar la aldea en el crepúsculo
agonizando en piedras apagadas
mientras el campesino está mirando
puntual y escueto con las fauces rotas;
y duele el cementerio, solo y pobre,
con los muertos caídos a dos metros
trabajando profundas amapolas.

Campesino de carne castigada
tatuado a piel desencajada y dura
las dos manos de bruces hacia el suelo,
monolítico afán del barro vivo
trabando los tendones con el viento
traspasando su sangre restallada.

Cercado está el cielo y lejanías
navegando su arado, surco en ristre,
escuchando el silbar del aire en éxodo
los dos brazos tirantes, como cables,
a punto de caerse cualquier día.  


El encuentro  (Marisa Sabia y otros poemas, 1963)

A cántaros se han hecho los mares para un niño;
con los besos no dados, el amor verdadero.
Hoy sé que por ti he sido capaz, Marisa Sabia,
de levantar a pulso, espuerta a espuerta,
un cerro o una torre,
un chorro de silencio incontenible
hasta subir al infinito y verte.

Te he visto hacia el amor, la fe y la dicha.
Y encontrarte, Marisa, el sólo verte,
ha sido el pan y el premio que ya no me esperaba
después de tantos años de amor falso,
sueño a crédito y ruina.
En la vivida feria tengo visto
brazos, piernas, caderas, pechos y ojos
más chicos y mayores que los tuyos. ¿Qué importa?
Acaso tan difíciles, otros más cariñosos.
Algunos -¿cuáles de ellos?- he logrado tenerlos,
muy fácil: por dinero o por dolor.
Tú me has costado más que todo junto,
que hasta ti he consumido los días de mi vida,
mi obrero corazón, las dioptrías restantes.

Cuento en versos las horas desde que te conozco,
y hoy, al pensar en ti, pregunto: ¿cómo eres?
Hablo sin hacer ruido: ¿dónde estabas?
O estás un poco enferma,
o tienes un examen, o te callas, o fumas
viendo tendida el río del tiempo consumirse.
Yo sigo todo un curso de fe. Tú miras, piensas;
te marchas a tu pueblo; vuelves, dices
con tu voz que se escucha venir convaleciente,
con tu raza y tu línea de judía castellana,
igual que los frutales apuntando,
las estatuas más bellas
y el color sefardí de tu garganta hermosa.

Para poder quererte y no morirme
creí en sueños, atrás, hacia adelante,
tomé oficios hermosos. ¿Cuánto hace
que aré por ti y segué, corté racimos de uva,
teché tu cuarto entonces, abrí balconerías
directamente dando a la luz de tus ojos?
Desde que el mundo fue corazonándome,
filmé a oscuras los versos que esta noche te escribo;
para poder quererte como ahora,
tomé trenes en marcha cada día;
viví por ti, gané el jornal exacto
para el café y los libros... Vuelvo a entonces:
según qué horaje hiciera, percanzaba
lumbre, lluvia o sandías,
luz candeal y agua para estar contigo.
No te extrañe esta historia:
otros que en nuestra sombra se han amado
y que quizás murieron por nosotros,
saben que esto es verdad.

Marisa, escucha, dime:
después de conocernos esta tarde,
¿no es hermoso y terrible que la muerte
alcance a destruirnos
y trasladarnos puros y borrarnos?
Mientras tanto, Marisa Castellana,
sóplame entre los ojos,
que te puedan ver más. Haz que te mire,
alcance a ver tu corazón, recuerde
y sea todo distinto.
Guizca fuerte en mi alma
y deja que te bese los labios y me muera
al tener que dejarte, ir al trabajo,
a las calles, al Metro, a las tabernas,
a las tertulias del café..., a la vida
Que me espera después de conocerte.